Jorge Muzam
Hoy he preguntado a don Moisés Zapata, profesor de música del liceo local, si sabe de posibles tumbas incas en la cordillera de Ñuble. No me entiende la pregunta, o la entiende de una forma distinta y me cuenta de aquella vez que enterraron un baqueano en El Peral. El hombre simplemente no aguantó. Lo pilló desprevenido la soledad. Lo encontraron por casualidad. No había cómo traerlo a un cementerio normal, así que lo dejaron bajo un túmulo de piedras gastadas. Allí mismo. Donde ni las ánimas penan. Fue hace mucho tiempo. Pero quienes sabían de ese suceso entendían que aquel espíritu no estaba en paz. Que iba de árbol en árbol, de hierba sobre hierba, de nube a nube, con puelche frío o viento norte. Demasiada soledad hasta para un espíritu. La inquietud está en el armario de la metafísica. Asuntos no resueltos obstaculizando la trama final. Epílogos sin inventar que impiden estampar el alma como un liquen pardusco sobre la piedra. Por eso los descendientes o conocidos volvieron a darle una última misa. Un saludo de aquí estamos y seguimos adelante. Descansa en paz hombre rudo. Que un dios o todos los dioses te den la absolución. Que la paz sea siempre contigo.
Pregunto a don Moisés por qué ese lugar se llama El Peral. Me responde que alguna vez fue una puebla. Pero no había agua. Por eso plantaron por plantar. Siempre soñando con un porvenir más largo que un día, que una semana, que una temporada de pastoreo. Los baqueanos son imaginativos. Avizoran hijos, una mujer amigable, voces inventadas en torno a un fogón, allí donde solo rumorean raulíes y coigües, donde la nieve se envuelve a si misma en remolinos ostentosos. Por eso allí existen perales. Arboles solanos que crecieron como hijos sin padre. Solo con lo que prodiga el aire y el sol. Quizá un banco de niebla que empape las hojas. Por eso dan peras tan duras, para que los hombres sepan que sobrevivir no es asunto fácil.
Fotografía: Jorge Muzam
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