La vida según San Fabián (Cuento)


Claudio Rodríguez Morales
Periodista y escritor chileno 


-Nosotros no nos detenemos ahí, lo podemos dejar un poco más allá si quiere, en la bomba de bencina –dijo el auxiliar, mientras cerraba los ojos para esquivar mis intentos por contradecirlo.

De nada sirvió referirme a la compra del boleto, a las garantías dadas por el hombre de la ventanilla ni menos declararme un forastero en ese lugar. La puerta del bus climatizado de dos pisos se cerró en un suave deslizamiento delante de mi nariz, antes de continuar la marcha al sur para cubrirme de polvo caminero.

Qué se podía hacer a la orilla de la Panamericana, confundido con el humo del Diesel y frente a una bomba bencinera. Desde la distancia, calculé que me aguardaba una caminata de unos quince minutos por las afueras de San Carlos. Los vehículos hacían cambio de luces o tocaban la bocina al reparar en mi escuálida silueta avanzando con dificultad por su flanco derecho.

Un grupo de personas, en su mayoría mujeres y niños, esperaba movilización debajo de una banca techada para protegerse del sol. Al acercarme sentí que sus miradas me traspasaban más allá de lo recomendable; unas con extrañeza, otras con evidente incomodidad. Les llamaba la atención un hombre con la piel brillante de sudor, cargando apenas un pesado bolso deportivo, ansioso por una cerveza helada.

-Usted no es de aquí –dijo una voz a mi espalda. Pertenecía a un muchacho alto, moreno, de nariz larga y dientes de conejo. No vi motivo para negar su acertado pronóstico por lo que asentí con la cabeza-. Eso se nota altiro, por eso lo miran tanto. Yo, por ejemplo, estudio en el Liceo de San Carlos y viajo todos los fines de semana a mi casa en San Fabián. Igual la gente me conoce.

Le comenté que mi destino era, precisamente, San Fabián de Alico. El muchacho abrió la boca, arrugó la nariz y puso la mano como una visera para revisar el horizonte. Finalmente escupió en el suelo:

-Mmmm. Queda bien lejitos donde usted va, qué quiere que le diga. Pero no se preocupe, las micros pasan a cada rato, así que quédese aquí y espere.

Tras media hora de una conversación banal, un taxi se detuvo frente a nosotros. Ninguno de las personas hizo el intento de abordarlo. No quise desaprovechar la oportunidad y dejé al muchacho con una frase a medio terminar. Acerqué mi cabeza a la ventanilla para consultar por el precio de la carrera y el taxista me respondió con un gesto de fastidio. Después negó con la cabeza y hundió el zapato en el acelerador para dejarme inclinado hablándole al vacío. Como pegas pagas, me dije.

-Los taxis no lo van a llevar ni llorando, no pierda el tiempo en preguntar. A los más lo dejarían en El Valiente –escuché la voz del muchacho de nuevo pegada a mi oído. Palmoteó mi espalda en señal de consuelo-. No les conviene llevarlo y usted tampoco irse con ellos. A menos que quiera botar la plata. Hágame caso. Váyase en la micro. Mire, allá viene una.

Una máquina pintada con diferentes colores asomó su nariz en la esquina del callejón y avanzó con destreza de elefante hasta la mitad de la cuadra. De cerca se notaba una carrocería de unos veinte años, refaccionada con decenas de parches de lata en diferentes épocas. Las mujeres y los niños se quedaron en la vereda esperando, con suma paciencia, su turno para poner el equipaje en el portamaletas o en la parrilla del bus, tarea en que les ayudaba el mismo chofer, un gordito sudoroso con pelo de puercoespín.

Subí sin compañía al bus. Los asientos originales habían sido cambiados por otros reclinables y con respaldo, mucho más apropiados para los viajes largos. No era un trabajo demasiado estético, pero de todos modos lo agradecí. Escogí el primer asiento para esperar al chofer y pagarle el pasaje.

Me puse a revisar las tarifas de un listado escrito en una hoja pegada en la parte delantera del bus: Los Sauces, Tres Esquinas, Cachapoal, El Palo, Paso Ancho, Las Mercedes, Los Monos, Puente Estero Grande, La Vega, El Valiente, Pichinal, Villa Alico y San Fabián. Mientras intentaba leer, el muchacho se ubicó en el asiento del lado para persistir en sus transmisiones. Me fue imposible concentrarme:

-¿Ve? No le dije. La micro pasa a cada rato. ¿Me ayuda con el pasaje? Me faltan trescientos pesos.

Le entregué el dinero casi por inercia. El chofer giró hacia mí con los ojos saltones.

-Mire como lo calzó este cabro, señor –dijo-. Nunca en su vida me ha pagado un pasaje. Esas monedas son para el vicio, nomás. Éste vive del bolseo. Le decimos Saquito.

El muchacho sonrió nervioso, asomó los dientes amarillos y me devolvió las tres monedas. Me negué a aceptárselas. Avergonzado, las guardó en lo más hondo del bolsillo de su pantalón. Se sentó a mi lado, mirando fijo hacia adelante. Por primera vez, desde que lo conocí, guardó un maravilloso silencio.

Una vez que estuvieron arriba todos los pasajeros, el bus inició la marcha a una velocidad reducida. Dejando atrás un par de casas y negocios del inicio del camino, el paisaje mutó a mantos vegetales en diferentes tonalidades, corrientes de agua cristalina en descenso entre rocas y, de fondo, una Cordillera de los Andes con muy poca nieve en su cima. Le comenté a Saquito que no sabía dónde bajarme.

-No se preocupe, yo le aviso –contestó-. Queda mucho todavía, recién vamos en el primer puente de Tres Esquinas y usted tiene que llegar a la gruta y, de ahí, retroceder un poco a pie por un sendero.

-¿Para dónde va caballero? –preguntó Puercoespín, girando nuevamente hacia atrás, ahora sin detener la marcha, como si condujera de memoria-. No me diga que a Colonia Dignidad. Ahí tiene que tomar el ramal en un desvío.

-No, no. ¿Acaso le vio cara de alemán? El caballero va a San Fabián –contestó Saquito adelantándose a mi respuesta.

-Ah, para eso le falta mucho –comentó Puercoespín- Quédese tranquilo. Tenemos que pasar por varias pueblas antes. Son setecientos pesos, señor.

Le pasé el dinero y me entregó un boleto arrugado y mojado por el sudor. Lo guardé en mi bolsillo pensando si verdaderamente correspondía a un documento que aseguraba la vida de los pasajeros. Al menos eso decía un cartel ubicado al lado del espejo delantero.

-No se preocupe, caballero, si ellos se olvidan, nosotros le avisamos -dijeron en coro un grupo de señoras repartidas por el pasillo, pendientes de nuestra conversación, y que se confundían con niños, bolsas, cajas, aves, animales y canastas.

Saquito recobró el ánimo para seguir hablando. La luz del sol rebotaba directo en mi cara, colándose entre medio de las montañas y traspasando inclusive la tela de la cortina que iba junto a la ventana. No tardé en dormirme con la cabeza pegada el vidrio caliente. La voz de Saquito, en un tono monocorde y persistente, se mezclaba con las imágenes de mi sueño, afiebrado y delirante a causa del calor y la sequedad de mi garganta.

Desperté cuando el bus se encontraba estacionado a la orilla del camino. Puercoespín no estaba en su puesto. Tampoco estaba Saquito y su lengua imparable. Sintiéndome un tanto atolondrado, me puse de pie para ver qué sucedía. El alboroto estaba en el fondo del pasillo. Avancé esquivando canastos, cajas, bolsas, aves y animales. En los asientos finales, Puercoespín intentaba despertar a un sujeto que dormía profundo, envuelto en un aroma de pipeño barato.

-Oye, despierta, ¿pa’ donde vai? ¡Ya poh, despierta! ¡Tengo que seguir hasta San Fabián y estoy contra la hora! –insistía remeciéndolo del brazo.

Pero nada lograba alterar el rostro del pasajero de un rojo intenso y florecido, más una sonrisa desdentada. La escena y sus protagonistas me provocaron ahogo. Sentí el aire tan viciado que abrí las ventanas y la escotilla del techo.

-Vamos a tener que bajarlo, nomás –dijo Saquito-. Estará pesado, pero entre todos podemos.

Miré alrededor. No había nadie más que yo para incluir entre los voluntarios a bajar aquel bulto humano. Regresé por el pasillo y tomé asiento. Deseaba permanecer al margen de la discusión que subía en intensidad. Intenté conciliar el sueño acomodándome primero a la izquierda y luego a la derecha; en posición fetal y también estirado. Logré dormir por unos minutos, pero el calor y el ruido del motor me despertaron. Restregué mis ojos y vi como Puercoespín comenzaba a mover sus brazos gordos con mucha dificultad sobre el volante. Poco a poco el bus inició marcha atrás. El cometido requería mucha pericia al volante –dudé que Puercoespín la tuviera-, dado que nos encontrábamos en lo más alto de una cuesta. Cada cierto trecho, había vehículos que intentaban adelantarnos con prologados bocinazos, aumentando la posibilidad de un accidente de proporciones.

-Una señora dijo que conocía al curadito. Vive unas casas más atrás. Nos va a tener que ayudar a bajarlo –dijo Saquito, ahora con más autoridad.

-Sí, señor, lo vamos a tener que molestar –dijo Puercoespín, avalando las palabras del muchacho, mientras seguía conduciendo en reversa.

No sabía si me espantaba más las acrobacias del bus o que me involucraran, muy a mi pesar, en un lío ajeno. Nos deslizábamos por la pendiente a toda velocidad, en un concierto feroz de fierros y bocinazos, recorriendo en sentido contrario pedazos de montañas, follajes y acantilados.

-Pare, pare –dijo una voz de mujer desde el fondo del bus-. La casa es la que se ve allá. Mejor bájenlo aquí y lo llevamos caminando.

Puercoespín trasladó la maquina hasta la orilla del camino y la estacionó en un puente que daba a un precipicio. Por lo visto, el único que tenía cierta perplejidad con lo que pasaba era yo. El resto de los pasajeros, incluido Saquito, contemplaba todo aquello con suma normalidad. Las mujeres repartían sándwiches y bebidas a los niños para disfrutar del naciente espectáculo que, por un motivo que superaba cualquier resistencia, me incluiría como una de las atracciones.

De nuevo en una orilla de la carretera -que no era más que un empinado camino de ripio-, puse el brazo derecho del ebrio en mi espalda recibiendo todo el hedor de su axila. Puercoespín hacía lo mismo desde el otro extremo. Saquito y la señora nos guiaban con gestos y muecas inútiles por un camino que iba en descenso hacia una explanada.

Bañados en sudor, nos detuvimos en una casa de madera con amplio patio y nada de sombra. Saquito y la señora, tras intentar llamar a viva voz, ingresaron al interior para avisarle a la familia la llegada del dueño de casa, quien no venía en las mejores condiciones. De improviso, ambos salieron de la casa a toda velocidad, mientras una mujer, de muy mal aspecto, los correteaba con una manguera.

-¡Vámonos de aquí! ¡Está loca! –dijo Saquito al pasar por nuestro lado, sin detenerse.

Puercoespín y yo nos vimos sorprendidos por la manguera de la mujer que nos empapó a nosotros y a su marido. Este último recién reaccionó con el ahogo. Por sus chillidos y gestos, ella parecía que nos culpaba de su estado etílico.

De verdad, el agua me sentó de maravilla con todo el calor que hacía. Me preocupé, sí, cuando la mujer soltó la manguera y comenzó a recoger piedras del suelo para guardarlas en su delantal. Cuando contaba con una importante munición, procedió a lanzarlas sobre nosotros. Con Puercoespín soltamos al ebrio quién, al golpearse la cabeza con una piedra, siguió con su sueño en un charco de barro. Sintiendo como nos rozaban cada vez más cerca los proyectiles, corrimos a toda velocidad para guarecernos dentro del bus. Una lluvia de piedras rebotaban sobre la carrocería.

Lo que demoró Puercoespín en tomar asiento y encender el motor, con sólo la fuerza de sus brazos, la mujer logró forzar el mecanismo que mantenía la puerta cerrada. Subió arriba del bus como una orangután rabiosa y miró hacia todos lados, babeando. Lanzó las piedras por el pasillo como canicas y detuvo sus ojos saltones delante de mi bolso deportivo. Lo protegí con terror y aún así logró arrebatármelo de las manos. Lo abrazó como si fuera un recién nacido, casi rozándolo con la mejilla. A modo de despedida, lanzó un escupo que logré esquivar y se bajó del bus en movimiento. Corrió hasta la orilla del camino y, desde la ventana, la vi saltar por la explanada.

-La sacó barata –dijo Saquito-. Esa mujer es peligrosa. Entre ella y su marido se han echado a unos cuantos. ¿Tenía cosas de valor en el bolso? Mejor darlas por perdidas.

Sin alcanzar a reaccionar, escuché como Puercoespín giraba hacia nosotros, como era su costumbre, y procedía a conducir de memoria:

-No se preocupe –dijo-. Nosotros lo dejaremos en su destino sano y salvo. Son cosas que pasan.

El coro de señoras aprobó sus palabras. Se suponía que debía quedarme tranquilo. Verifiqué si aún conservaba el boleto. Ahí estaba, en mi bolsillo todo arrugado. Tal vez por eso aún seguía con vida.