Jorge Muzam
Hay aspectos de San Fabián de Alico que desde pequeño me hacían sentir orgulloso. Luces que siguen destellando en mi memoria y que me arraigan profundamente al suelo que me vio nacer. En aquellos años no racionalizaba el por qué de este orgullo y desconocía sobre aspectos identitarios o patrimoniales. Ignoraba todo sobre magdalenas proustianas que algún día esculpirían finamente mi identidad, mi carácter, mi cercanía afectiva con el territorio y su gente.
Simplemente, y a nuestro modo familiar, éramos felices en este pueblo. Adscritos durante generaciones a una forma de pobreza digna y pulcra sustentada en una economía agrícola de subsistencia, en el respeto por la naturaleza y en sólidos principios éticos y hasta religiosos, aunque estos últimos no lograron formatear mi mente. Era una pobreza muy distinta a la que predomina hoy, envenenada con telebasura, ferozmente individualista, a menudo indiferente al daño medio ambiental, y que más bien se disfraza de burda clase media pujante que no mira el abismo que se cierne sobre sus pies, sobre el sistema económico, sobre el planeta mismo.
De esos felices años recuerdo un San Fabián de Alico arbolado y frondoso, donde caminar por avenida Purísima o adentrarse en la plaza era refrescante hasta en verano. Los plataneros de Purísima eran enormes en ambos lados. Una especie de túnel gigantesco donde el viento silbaba y hasta rugía.
Fueron tantas cosas que aprendí a amar de mi pueblo. Cada estación era una fiesta distinta de la naturaleza. La gente y sus temas de conversación, el humor siempre presente, las chupallas y carretas, los vestidos floreados y los moños de las damas, la forma cantadita y amable de preguntar por la familia y los animales; caballos por todos lados, algunas bicicletas, mucha gente de a pie, y las acequias cristalinas que atravesaban el pueblo, por varias calles, en especial los domingos. Los fresnos y tilos de la plaza, los abetos que luego fueron cortados; la virgen María y su bello jardín; el escenario de la plaza, las piletas y la iglesia, todo de piedra; la mítica piscina y el camping; el enorme estadio desde donde se divisan todas las montañas del valle; la gran casona roja de avenida Independencia; el restorán El Rodeo; los encinos de calle El Roble; la casona Middleton; el almacén de don Amado; la frutería de don Pedro Henríquez; el restorán Pino Alto; la desaparecida cantina La Divisa; el almacén El Cóndor en calle Andes; el emporio de don Pedro Pablo en Pichinal; el restorán El Puelche; el almacén de la señora Feli; los muebles artísticos de don Claudio Soto; la herrería del maestro Lalo; el molino del maestro Joel; el molino de la familia Lagos en calle 21 de Mayo, el incesante sonido de la molienda, las carretas con bueyes haciendo fila, los conversadores huasos sanfabianinos poniéndose sobrenombres y parloteando sobre lo humano y lo divino. En marzo y abril, la plaza era un carnaval de hojas secas. De junio hasta agosto era esencialmente lluvia, escarcha, soledad y silencio. Solo los escolares interrumpían la quietud un par de veces al día. Luego, la primavera setembrina parecía aún más luminosa y colorida que ahora. Octubre era preparación de huertas y a mediados de noviembre empezaban a colorear las primeras cerezas.
Y qué decir de las escaleras que arreglaban los desniveles del pueblo a la vez que lo embellecían. Podríamos asegurar que comparado con otros pueblos y ciudades, San Fabián siempre se vio bastante limpio. Había códigos que se respetaban, como mantener limpios de maleza y basura los frontis. Y los patios de tierra en cada casa siempre impecables, barridos con esmero. En verano además se les mojaba constantemente para que se mantuvieran como un oasis de frescor ante el inclemente calor.
Han sido muchas personas visionarias a lo largo de la historia que han contribuido a mejorar el pueblo, a cuidarlo, a embellecerlo. Consciente o inconscientemente, con voluntad y corazón, han puesto su grano de arena, por amor a sus familias, a sus vecinos y a sus descendientes. Un pueblo digno, tranquilo, de gente colaborativa que se conoce y se saluda y que mayoritariamente se lleva bien.
Los últimos años, sin embargo, San Fabián ha venido experimentando una locura inmobiliaria, parcelación afiebrada de casi todos sus territorios. Alambradas y portones cortando los senderos ancestrales. Gente que ha llegado de otras ciudades intentando imponer con prepotencia sus criterios de convivencia. Viviendas y emprendimientos turísticos que han proliferado como callampas al borde de ríos y esteros sin respetar ninguna regulación. Tala indiscriminada de árboles en la vía pública. Poda sanguinaria de los que quedan en pie. Acequias que cada vez traen menos agua o que se han secado o las han entubado desde lo alto hacia destinos particulares. Acumulación de basura a lo largo y ancho del territorio. Y esto sí que duele. Nunca antes se vio tanta basura diseminada. Como si de paraíso nos fuésemos convirtiendo en el vertedero de la región. Quizá haya que reflexionar sobre formas más inteligentes de abordar un turismo sustentable y más respetuoso con el territorio y su gente. Incentivar áreas específicas de turismo que sean amistosos y protectores con la naturaleza y desincentivar las visitas que solo vienen a destruir. Y pensar también en el enorme porcentaje de población sanfabianina que no tiene emprendimientos, que no vive del turismo y que solo ve perjudicada y disminuida su calidad de vida por esta batahola descontrolada de gente, muchos de las cuales solo ensucian, se emborrachan, depredan y rompen botellas en medio del bosque nativo y a orilla de esteros y ríos. Creo que es posible encontrar soluciones consensuadas y más armónicas para todos, pero hay que sentarse a dialogar de manera creativa, empática y resolutiva, antes que sea demasiado tarde.
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