La generosidad / Notas de San Fabián de Alico


Jorge Muzam

Ayer tarde fuimos a recolectar digüeñes a lo alto de Los Puquios. No podíamos subir en auto, así que lo dejamos encargado en la casa de una de las últimas cantoras populares del centro agrícola chileno. Me refiero a la cantora Carmencita Garrido. No la vimos en ese momento pues nos atendió su hijo. Antes de emprender el ascenso nos premunimos de botellas con agua. Arriba hay manantiales, pero no todos están acostumbrados a beber de esa agua. El sendero principal, rodeado de avellanos y espinos, se iba bifurcando en numerosos senderos secundarios y cada uno de nosotros tomó un rumbo distinto, confiados en que luego nos encontraríamos a base de gritos. Por mi parte seguí una huella bastante vertical que me condujo hasta un punto muy alto. Las cumbres nevadas se veían imponentes y atemorizadoras y el valle parecía una maqueta liliputiense. En cada sendero se percibía actividad reciente de leñadores. Era zona de ramoneo de hualo y no fueron muchos los digüeñes que encontramos, pues los leñadores y los paseantes del 18 de septiembre ya habían recolectado la mayor parte. Mi deseo de captar nuevos ángulos del valle se truncó por el agotamiento de la batería de mi cámara, así que sólo conservo imágenes narrativas.

Pasaron las horas y llamé a mi hueste para volver pero nadie respondió. Me adentré en distintos senderos pero no encontré a nadie, sólo improvisadas rucas donde los leñadores dejan sus pertenencias y duermen su siesta. Un renovado puelche nos parecía tener incomunicados, pues se llevaba nuestra voz a cualquier parte.

Dos horas más tarde nos encontramos en el camino principal y fuimos a visitar a la cantora. De cabellos claros, rasgos finos y lento caminar, parecía envuelta en un aire de gran dignidad. La imaginé como una tenca, que desde su ínfimo cuerpo hace emanar el trino de una soprano. Nos recibió con mates, tortillas y frutas en su enorme fogón. Toda su mueblería era de troncos y tablones rústicos muy bien dispuestos y pulcros, el piso de tierra apisonada y el cielo y las paredes de ennegrecidas vigas de roble. Sobre el fogón hervían tres teteras y el humo se lo llevaba un grueso cañón hasta el techo. Afectuosa y sabia, nos trató con la deferencia que trata a todo el que la visita. Nos habló de su crianza de chivos, del orgullo que siente por sus nietos que sigue cuidando como hijos y de los recientes amoríos de la comarca. Pícara y alegre, no desaprovechaba oportunidad para lanzar ingeniosas bromas. No pudimos escucharla cantar esta vez pues tenía más visitas y preocupaciones. Se veía algo cansada físicamente. Se había levantado a las cinco de la mañana a hacerle tortillas y meriendas a unos visitantes santiaguinos que le habían avisado que venían en camino. Pero igual se tomó el tiempo de invitarnos a su invernadero donde nos obsequió acelgas, chalotas y cilantros fresquitos.

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