Septiembre era mes de bullicio, sol luminoso y agua torrentosa bajando por los costados de las calles del pueblo. Chonchones y volantines se rajaban mutuamente en la atmósfera del estadio. Retumbaban radios con cuecas y tonadas, huasos Quincheros y Algarrobales ambientaban el valle con sus vocesitas amariconadas de oligarcas de viejo cuño. En calle El Roble se sucedían las ramadas chicas y grandes. El aroma a empanada impregnaba las ropas, el vino derramado, las meadas de los curados. Acudía la huasería desde toda la comuna. Se estrenaba ropa nueva. Camisa limpia, pantalones planchados. Los arrieros de la cordillera bajaban con expresión de rigor climático, mirada contemplativa, mantas percudidas, chupalla gastada y pierna de chivo. Caballos chicos y flacos eran amarrados en los barones de las cantinas, cerca de la esquina de Cocho o en el descampado de Ramírez. En medio de la calle se armaban las carreras, apostadores teatrales, billetes en alto, empujón, broma y grito. Comenzada la carrera se desataba la gritería y el polvo. Poco se veía el resultado. Había perdedores que no querían pagar. Persecución a chuchadas. Los empates eran cosa compleja, desacuerdo y probable combo en el hocico. Luego a tomar sin parar. Tres o cuatro días seguidos, que el encargado de llevar el rastrojo humano hasta su querencia era el caballo.
*Fragmento del libro Tordos en la niebla, de Jorge Muzam.
*Fragmento del libro Tordos en la niebla, de Jorge Muzam.
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