Jorge Muzam
La lluvia llegó acompañada de un furioso viento norte que sacudió los durazneros florecidos. Antes de que arreciara salí a buscar menta para saborizar mis mates pero no encontré ninguna planta. Hasta hace muy pocos años nuestro campo solía aromatizarse con mentas y manzanillas silvestres, pero los pesticidas, fungicidas, antimalezas y abonos artificiales asesinaron a casi todas las especies tradicionales. Aparentemente, esto ha sido parte de un proceso poco visible que se ha venido desarrollando en el campo, como lo es la discriminación verde, el aspiracionismo rural, y el resultado de las superpoderosas semillas transgénicas que llegan a apoderarse de los campos.
Tampoco nos queda poleo, menta cuyana, bailahuén ni canchalagua. La ruda resiste estoica entre los ciruelos, los toronjiles se han arrinconado bajo el sauce y los últimos maticos expresan su desazón a través de sus hojas marchitas. El cedrón, como bien prevenido rey del aroma, se deshoja en invierno y sólo reverdece en la primavera tardía. Pero aún falta mucho para pedirle siquiera una hoja.
Entre los parceleros más jóvenes predominan las modas agrícolas, y el resto, lo que coexistió en completa armonía durante miles de años es desdeñado, aserrado o incendiado para dar lugar a las plantaciones de arándanos, frambueseros, paltos, nogales, manzaneros y naranjales de exportación. Algunos experimentan con stevias, tabacos y kiwis. Otros agrandan los espacios para la remolacha azucarera, o dividen sus campos para parcelas de agrado. El resto de los terrenos se ofrece a las transnacionales forestales para que lo saturen con eucaliptus y pinos insignes. La última moda otoño-invierno es plantar quillayes, cuyas cáscaras son pagadas a buen precio por la industria cosmética.
Imagen: Archivo Sanfabistán
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