Jorge Muzam
El día que llegó a Madrid para hacerse cargo de la embajada chilena, el escritor Enrique Campos Menéndez no cabía en sí de felicidad. Temblaba, caminaba con torpeza y las palabras no le salían ante tanta emoción. El tramonte desde el invierno sudamericano hasta el tórrido verano español había sido abrupto y en su equipaje portaba apenas unas escasas prendas livianas. España era desde ese momento su hogar y lo sería hasta que el presidente Pinochet dispusiera otra cosa.
Probablemente él conociera España más que cualquier español. Su vida había transitado desde la infancia por los caminos peninsulares descritos por Góngora y Cervantes, por Garcilaso y Quevedo, por Lope de Vega y Calderón de la Barca. Cada cumbre, cada sendero, cada arroyo y cada grieta habían sido grabados a fuego en su memoria. Cada tarde de sus últimos cincuenta años, tras terminar sus extensas jornadas de clases, se recostaba en su sillón, cerraba los ojos y volvía a caminar como un parroquiano más a través de su querida España. A veces lo hacía desde Gijón a Oviedo, desde Valladolid a Salamanca o desde Alcalá de Henares hasta Madrid. Le gustaba patear las piedrecillas de los caminos resecos e ir marcando con un palo el trayecto de sus pasos. Saludaba con gran donaire a los que se le cruzaban, ayudaba a las mujeres a cargar con sus quintales y acariciaba la barbilla de los borricos que se detenían a beber un poco de agua.
Amaba a Tirso de Molina y al Arcipreste de Hita tanto o más que a su propia esposa, pues no sentía remordimientos si llegaba a dormirse sobre El Burlador de Sevilla en una dulce tarde veraniega o si abordaba impulsivamente el tren a Valparaíso en un fin de semana otoñal, acompañado tan solo por el Libro de Buen Amor entre sus manos.
Sus últimos diez años los había alternado entre sus clases de literatura española moderna y la dirección de la Biblioteca Nacional de Chile. Ufanábese de haber sido un buen director, de no haber despedido nunca a un funcionario y sobre todo de haber tenido para su plena disposición y cuidado esos millones de libros que conformaban el principal patrimonio cultural de la nación. El presidente Pinochet estaba contento con su desempeño, confiaba en él desde los días de Salvador Allende, cuando Campos Menéndez publicó Visión Crítica de Chile y Chile vence al marxismo. No cabe duda que el entonces general había quedado impresionado con las ideas de Campos Menéndez y sobre todo por la forma como las expresaba. Por esto, no fue raro que el escritor fuera uno de los primeros civiles en ingresar al palacio de gobierno aún humeante el día después del golpe de Estado. Pinochet lo requirió de manera muy personal para que Campos Menéndez escribiera sus discursos y asesorara al gobierno sobre la forma más idónea de comunicar sus políticas. El escritor aceptó entusiastamente y se transformó desde entonces en la voz oculta de Pinochet, en su poeta invisible, en el ventrílocuo de todas sus metáforas.
Cuando Pinochet era asaltado por los rastreros micrófonos que lo seguían a todas partes y no contaba con la presencia cercana de Campos Menéndez, la cantidad de disparates y burdos farfullos que salían de su boca desnudaban en el acto al tosco aprendiz de dictador que en realidad era.
Campos Menéndez, ya acomodado en la embajada chilena en Madrid, intentó presentar sus credenciales al presidente Felipe González pero no fue recibido. Lo siguió intentando los siguientes cuatro años sin que jamás el presidente socialista español se dignara a recibirlo. Pero no fue suficiente motivo para amargar su felicidad. Campos Menéndez se dedicó a recorrer con sus propios pies y no ya con su imaginación aquellos lugares que tan bien conocía a través de las obras escritas. Aspiraba el aire y se detenía en todos los lugares a contemplar y a hablar con las personas comunes. En el intertanto le fue concedido en Chile el Premio Nacional de Literatura, máximo reconocimiento de las letras chilenas. Sin embargo, lo que debió ser el triunfo decisivo que lo elevaría a la altura de un autor trascendente, le significó los peores comentarios y epítetos de la prensa internacional. Era el protegido de Pinochet y su principal competidor para ese premio era el mismísimo José Donoso. Se le consideró un fiasco, un pastiche, un recurso encubierto de la dictadura. Nadie le reconoció su mérito y su estrella fue apagada de golpe.
Luego de que Pinochet entregara el mando al presidente Patricio Aylwin, Enrique Campos Menéndez volvió a Chile a vivir en el silencio de su departamento en Las Condes. Nadie más habló de él.
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