Claudio Rodríguez Morales
El volumen de la producción literaria de Enrique Lafourcade (1927) hace pensar en un libro por año en su mejor momento. Tal vez dos. Incluye novelas, cuentos y crónicas. No todas semejantes en extensión, aspiraciones ni calidad. No todas de la misma casa editorial. Algunas publicadas en México, otras en España y las más en Chile. Con dineros ajenos y propios. Por amor al arte y por encargo. Es que Lafourcade se paseaba por editoriales con la fluidez de un turista. Lo mismo como estudiante, académico universitario y agregado cultural. Actitud de gozador, de lúdico a tiempo completo por diferentes capitales del mundo.
Nuestro reseñado ha hecho gala de un talento dispar y de una suerte de hemorragia literaria, acorde con ciertos credos que ha abrazado en su vida. Escritura a modo de respiración, influido tal vez por el automatismo, teorías del inconsciente y el surrealismo.
Se siente más a gusto en el barroquismo, con imágenes modernistas al estilo de Rubén Darío, un poco de lenguaje coloquial y, por sobre todo, una tendencia a las enumeraciones que le permitieran hacer gala de su amplísimo acervo cultural. Igual principio aplicaba en sus ficciones y crónicas, aunque reconocía en estas últimas no limitarse en absoluto. Llenaba páginas hasta el delirio, teniendo sólo presente el espacio disponible en la sección dominical de “El Mercurio”. En ocasiones, bromas sólo para iniciados, gente de su círculo, ilegibles para el resto de los mortales.
Su debut coincidió con el surgimiento de la generación del cincuenta (para algunos un invento del propio Lafourcade y para otros, el punto de partida de escritores como José Donoso y Jorge Edwards) y ha continuado de manera progresiva hasta hace un par de años. Hasta el comienzo de la tragedia personal. El insuperable olvido involuntario. La mente de Lafourcade hoy se deshace de lo vano y sólo le da espacio a sus dibujos y lecturas de Gabriela Mistral, a la compañía de su esposa, además del oleaje de La Serena.
Libros y cámaras
Enrique Lafourcade es uno de los pocos autores chilenos con éxito de ventas y ediciones. Lo logró con su novela Palomita blanca de 1971. Una jovencita que habita un populoso conventillo santiaguino recrea en su diario de vida su amorío con un muchacho de clase acomodada, seguidor del filósofo Silo, teniendo de telón de fondo el gobierno de la Unidad Popular y la revolución de las flores en Santiago de Chile. Sucesivas generaciones han debido leer Palomita blanca como parte de los programas de lectura obligatoria del Ministerio de Educación, motivo por el cual pasó a ser la credencial oficial de Lafourcade. Dato curioso para una obra escrita en un par de semanas y sin mucho empeño.
Las directrices comerciales no han estado ajenas a su quehacer. La Editorial Del Pacífico, vinculada a la Democracia Cristiana, le encargó escribir una novela en un par de meses durante 1959. El resultado fue La fiesta del Rey Acab, donde relata la caída de un ficticio dictador centroamericano de apellido Carrillo, en manos en un grupo de revolucionarios adolescentes y lascivos. La idea era incentivar la cultura democrática en los países del continente, en el marco de uno de los tantos congresos multinacionales que se han realizado en nuestras capitales.
La debilidad de Lafourcade por las cámaras (y por ser centro de mesa que, en definitiva, es lo mismo) lo convirtió en un personaje conocido a nivel masivo. Comenzó con programas de televisión donde enjuiciaba el talento literario de sus pares. No existen registros de aquello. A partir de ese momento, su participación en diferentes misceláneos se volvió recurrente. Por ejemplo, a fines de la década de los 80, fue jurado en un programa de busca talentos, donde sometía a los concursantes a preguntas de conocimiento, a cambio de un ejemplar de algunas de sus novelas. También dentro de su currículum figura haber participado en uno de los experimentos más olvidables de la televisión chilena junto a su ex novia, la socialité Marie Rosa Mc Gill: el programa de conversación Travesía.
Los productores sabían de lo rentable que resultaba tenerlo como villano invitado ante las cámaras. Lafourcade, sin aceptar los retoques de un maquillador, hacía suya las posiciones más incómodas y rechazadas por la mayoría. Sus adversarios -que él llamaba contradictores- suman una poderosa legión: el animador Don Francisco, la cantante Patricia Maldonado, La Teletón, El Festival de Viña, Pinochet (por escribir su novela El gran taimado, basada en el dictador, buscó asilo en Argentina), el ex Presidente argentino Carlos Menem, entre otros.
Aún su nombre sirve para arrugar narices de literatos, literatosos y literateros. No es bueno decir que se le lee y, más encima, con agrado y placer. Es que Lafourcade forjó el mismo la mitad de su mala fama, mientras que la otra mitad quedó en manos de sus contradictores. Su papel de payaso y polemista fue dejando casi en el olvido a una obra escrita a la velocidad del rayo.
Pero ahí está disponible. Es cosa de buscarla y juzgarla en su mérito a través de la lectura. Quienes lo hagan se encontrarán con historias urbanas de personajes soñadores, cruzando los diferentes estratos sociales de Chile. Conspiraciones comunistas en bares de mala muerte. Una banda de pelusitas cobrando revancha a un explotador. Un marino extranjero haciendo de las suyas en los cerros de Valparaíso y en los salones de Viña del Mar. Recién nacidos gigantes apoderándose de la ciudad mientras sus padres buscan refugio seguro. Artistas afeminados relajándose en una caleta de pescadores machos y sensibles. Libros que ya tienen la condición de clásicos, de hojas amarillas, ediciones añosas. Al igual que su colección de muñecas de porcelana con las que gustaba fotografiarse acostado en su cama, cuando concedía alguna entrevista.
“Siga adelante, joven, con confianza –me dijo cuando me atreví a mostrarle un par de cuentos escritos en hojas de cuaderno-. No es lo mismo redactar a escribir. Usted redacta de manera deficiente, pero escribe muy bien. Siga escribiendo. Lo invito al taller que dirijo, El Paraíso Perdido”.
Por miedo a la crítica, no seguí su consejo de sumarme a sus huestes reunidas en una sala de su librería del paseo Lastarria de Santiago. A cambio de eso, seguí leyendo su copiosa bibliografía, siempre con el miedo a ser sorprendido por otros aspirantes a escritores y me enviaran al destierro de los payasos.
Lafourcade primordial: Pena de muerte (1952), Para subir al cielo (1958), La fiesta del Rey Acab (1959), Novela de Navidad (1965), Frecuencia modulada (1968) novelas, y Fábulas de Lafourcade (1963), cuentos.
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Imagen: Enrique Lafourcade (1969) / Archivo del escritor / Memoria Chilena / Biblioteca Nacional de Chile.
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