Jorge Muzam
Llueve parsimoniosamente en la comuna de San Fabián de Alico. Es un agradable domingo para tomar mate, comer sopaipillas y volver a contar junto al fuego las asombrosas peripecias de nuestros ancestros.
Los domingos de San Fabián de Alico eran de levantarse temprano. Atizar fogón y brasero. Ponerse el sombrero y la manta percudida para soltar las ovejas, contar los chivos, darle de comer a gallinas y chanchos, acariciar la cabeza del perro amistoso.
En el intertanto alguien ponía la tetera, cebaba el mate y acostaba tortilla y charqui sobre la parrilla.
El humo y el polvo, la humedad y el frío, eran parte del ser sanfabianino. Tal como el aroma a corral, a pudridero de hojas, a vacas empantanadas. El manso caballo parecía filosofar mientras observaba la lejanía desde el límite del potrero. Filosofaba sobre asuntos de caballos y desde su lomo siempre ascendían nubecitas de vapor.
Han pasado los años. Algunos se quedaron. Otros hemos regresado. Porque San Fabián de Alico tiene un imán al que no podemos resistirnos. No importa dónde hayamos estado, ni el tipo de trabajo, ni el tiempo transcurrido, porque nuestra mente y corazón siempre permanecieron entre estas montañas que hoy nos embriagan de belleza con sus cortinas de llovizna, nos solemnizan, nos tornan humildes ante una inmensidad que solo podemos admirar y querer.
Fotografía: Alejandra Labrín
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