Las meriendas olvidadas / Crónicas de San Fabián


Jorge Muzam

No he vuelto a comer las comidas de mis primeros diez años de vida. Después de 1982, algo sucedió en las cocinas, en las personas, en las familias comunes de Chile, que los platos siguientes ya no tuvieron la prestancia ni la contundencia ni se les prestó más dedicación que lo estrictamente necesario para satisfacer medianamente una barriga. El gran cagazo de Pinochet y los reiterados ensayos económicos de sus Chicago Boys dejaron al país con una sensación de precariedad perdurable. Las cosas jamás volvieron a ser como antes.

En cada hogar de San Fabián de Alico el asunto de las meriendas cotidianas era de primerísima importancia e involucraba extensos rituales de preparación. Si se trataba del desayuno, debía ser acompañado de robustas sopaipillas preparadas en olletas de fierro al rojo, refulgientes de furiosa manteca o bien recalentadas junto al charqui de caballo en braseros con carbón de espino. Sumábanse las longanizas ahumadas y jugosos trozos de costillar de chancho aliñado con mil especias; churrascas crujientes partidas con la mano; tortillas bien mantecosas con sus bordes quemados y cenicientos; grandes tazones de porcelana con humeante café de trigo o de higo o té hirviente aromatizado con hojas de durazno, cedrón, canela, cáscaras de naranja y rebanadas de limón. Algunos optaban por servirse un ulpo gigante de harina tostada endulzada con miel, arrope o terrones de azúcar. Los más pequeños, una gruesa leche natosa recién ordeñada de la mejor vaca holandesa y unos cuantos huevos fritos de yema intensa. Otros, adictos al mate, se acomodaban en su silla con respaldo de pita, miraban el fuego y entre carraspeos aspiraban de la bombilla de plata, conversando sobre los pormenores de la jornada previa y filosofando sobre los grandes problemas del hombre a la espera de que el mate cumpliera su ronda. A veces se tomaba con leche, y entonces se aconsejaba jamás salir al aire helado intempestivamente, so pena de quedar con el hocico chueco. Otras jornadas, particularmente los fines de semana o los días que deparaban trabajo pesado, la yerba del mate era rociada con el aguardiente de contrabando más rechuchamadre de la provincia. Luego, como a las ocho de la mañana, satisfechos ya de estómago y espíritu, se agradecía con gran caballerosidad a la oferente del convite, y cada uno se marchaba a realizar sus quehaceres matutinos.

La hora de volver a almorzar estaba bien ajustada en el reloj biológico de cada persona. Pero por si acaso llegaba a fallar, siempre había pitos recordatorios repartidos por la comarca, provenientes de los aserraderos, de los fundos aledaños y del cuerpo de bomberos de San Fabián. Raudas carretelas, jinetes y ciclistas pasaban presurosos por los caminos de tierra rumbo a la gran degustación de sus almuerzos. Cada estación tenía sus especialidades. En el verano reinaba el poroto verde y el poroto granado, el pastel de choclo y la humita. Gruesos trozos de pan tapados con manteles bordados con flores imperaban en el centro de cada mesa. A sus costados, una corte de ensaladas de tomate con cebolla y cilantro, lechugas de huerta aderezadas con vinagre de vino tinto, limón nortino o con el mosto agrio de la uva verde del parrón. La cazuela era servida en platos descomunales. El zapallo, la papa, el choclo y las presas de carne apenas dejaban espacio para el caldo que debía ser prontamente apicantado con un relinchante ají cacho de cabra y salpicado con una lluvia de perejil picado. Si era invierno, la enorme cazuela debía llevar en cada plato un medio kilo de espinazo de cerdo, media pechuga de pollo o una alita de pavo aislada en un caldo caliente de chuchoca. La “color” (aderezo de manteca y ají preparado por las abuelitas) era invitada recurrente a desparramarse desde el borde de los platos. Los porotos con riendas, todo el año, tal como las lentejas con tocino, el jurel encebollado, el chupe de guatita, la carbonada y el estofado de conejo. Si era 15 de junio, comenzaba un largo ritual en torno al faenamiento de un chancho de doscientos kilos. Desde allí salían los chicharrones, el queso de cabeza, las prietas, la manteca semestral, el arrollado, el paté de hígado, el tocino, los chunchules, las piernas, costillares y longanizas ahumadas. En ocasiones, sólo en ocasiones, un centenar de membrudos camarones de barro eran lanzados vivos a una gran olla con agua hirviendo, y a medida que sucumbían con el calor, se les rebanaba cebolla, dientes de ajo chilote y bastante ají putamadre, creando un caldo revivemuertos. Si era el escarchado agosto, los porotos y garbanzos debían ser con locro, con mote o con cochayuyo. Si era la primera quincena de septiembre, se agregaba a la mesa la ensalada de digüeñes y pinatras. Si era diciembre, había que asar un chivo o un cordero ensartándolo en un palo de maqui.

Las estaciones se inmiscuían con sus olores en la vida de las personas, alegrando las siembras y cosechas, soplando con su aromática brisa bajo los parrones, ingresando a las casas, a las habitaciones, adhiriéndose a las ropas, al cuerpo mismo. Si era primavera, los olores entremezclados del cedrón, la manzanilla, los quillayes, eucaliptos, arrayanes, boldos, pinos, álamos, pataguas y los duraznos y cerezos en flor atacaban con fuerza. Si era verano, reinaba la albahaca, el maíz, la tierra reseca, las piedras calientes, el tomillo, los duraznos remaduros y la ruda. Si era otoño, el viento traía noticias sobre manzanas estrelladas derramando su licor en la tierra, sobre chichas en fermentación, sobre los solitarios duraznos de abril, sobre cerdos abriendo cascarones de castañas, nueces y encinas, sobre gallinas cluecas y peucos derribados, y sobretodo traía el extraordinario aroma de la tierra mojada por las primeras lluvias. Si era invierno, el temporal traía olor a barro, a humedad, a uva y manzanas podridas, a granadas, a carbón a medio encender, a caballos y ovejas mojadas, a puercos y gallinas arrimadas, a árboles desganchados y a madera podrida. Dentro de las casas, reinaba el orégano y las hojas de tilos y eucaliptos borboteando dentro de tarros conserveros descabezados.

Tras el enjundioso primer plato, se procedía a servir la continuación con papas cocidas, carne de vacuno, longanizas, prietas de cerdo y algún respetable tuto de pollo con piel. Para aminorar la sequedad y alegrar el festín, los adultos hacían chocar sus vasos con vino montañés y los pequeños aceitaban sus iniciáticas gargantas con jugos de ciruela, guinda o manzana cocida. Pocos minutos de tregua se le daba al comensal antes de que un platillo de vidrio recargado con leche nevada se le ofreciese para su exterminio. En ocasiones, había fruta natural o de conserva recubierta con merengue de huevo o jarrones con mote con huesillo. Tras terminar, los más delicados pedían un tazón bien caliente con toronjiles, mentas, maticos y rudas para decantar la pesadez de la comida. Para las señoritas empingorotadas, agüita de culén. Para los machos más recios, un vaso epilogal de vino tinto.

La siesta era merecida e innegociable.

Minutos antes de las tres de la tarde, cada uno volvía, entre bostezos y estirones, a su labor. No tan entrada la tarde sonaba en las lejanías el pito del regreso. Las personas regresaban cansadas pero alegres a sus hogares. Luego de lavarse las manos se sentaban ante una mesa bien provista con tortillas y huevos fritos. A un costado, esperaba su turno el queso amarillo y muy hediondo (como eran todos los buenos quesos antiguos), la mantequilla casera, el pebre picantoso y avinagrado, las lonjas ahumadas de pierna de cerdo y el tazón de porcelana rebosante de té. Los fines de semana o cuando lo pidieran los niños, se agregaban crujientes calzones rotos espolvoreados con azúcar, picarones medio quemados, chilenitos nevados con batido dulce, galletones duros cocidos en horno de tarro y sopaipillas pasadas en crema de chancaca (si es que no estaba muy caluroso). Se comía en silencio buscando reparar la fatiga, y la sobremesa era una seguidilla de bien conversados mates. Antes de oscurecer se encerraban los animales y se traían leños para atizar el fuego nocturno.

A las ocho se servía el ajiaco, la sopa de pan tostado, la longaniza reseca o el zanco de harina tostada con cebolla. Los niños asaban papas y reventaban cochayuyos en el rescoldo. Si era abril, se degustaban además unas castañas recién cocidas. Luego se retiraban los leños más grandes del fogón para que se adormecieran lentamente hasta el día siguiente. El aumento del humo de los leños sofocados hacía entrecerrar los ojos y esto se confundía con el sueño mismo. Cansadas y satisfechas, las personas se retiraban a sus habitaciones no sin antes repartir un amable buenas noches y una bendición cristiana. Ya a las nueve y media de la noche todos soñaban en colores con gallinas, peucos, zorros y ovejas.

Muchos años después, mientras vivía en Santiago, rememoraba esta proustiana sensación de olores, sabores y formas que se palpan en el vacío. Recordaba mi primera infancia como una fascinante película jamás repuesta y guardada con celo en las catacumbas más siniestras y húmedas de la historia para su definitiva pulverización. Es cierto que viajaba continuamente al campo, pero la vida del conjunto de las personas era cada vez más miserable e hipócrita, tal como lo eran la mayoría de las personas que conocí en la metrópoli. En Santiago, nadie invitaba a comer ni a compartir a sus casas. Si alguien se veía obligado a recibirme, me ofrecía un vaso de agua de la llave. Si debía quedarme obligatoriamente todo un día, me agasajaban con una asquerosa sopa de sobre o un insípido té de bolsita. Sin embargo, la mayoría de mis pasajeros anfitriones inventaba mil triquiñuelas para hacerse invitar al campo y degustar de todo lo imaginable. Pero en sus casas santiaguinas y en su mundo de relaciones cotidianas la vida no era más que una barata y pueril ostentación de algo que no existía.

Foto: Archivo Sanfabistán.

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