Detrás del humo / Premis Literaris Constantí 2005. Tarragona, España.


Jorge Muzam

Cada vez que papá estaba fuera de casa nos pasábamos largas horas observando a lo lejos su posible regreso. A veces tardaba más de una semana y entonces nos preocupábamos mucho, sobre todo si era invierno. La cordillera en invierno es muy fría y peligrosa. Papá solía internarse por lo menos dos veces al mes en los fundos y caseríos colindantes con San Fabián de Alico. Aunque normalmente iba a comprar chivos, corderos o cerdos, nunca desaprovechaba la ocasión de llevar consigo una vieja maleta celeste repleta a reventar con ropa de colores llamativos para tentar a eventuales clientes. Ropa que casi siempre era trocada por menesterosas gallinas, o bien fiada para siempre. Montando a Mandito y cubierto con una enorme manta de castilla no había temporal que lo detuviera. Así fue como cruzó hacia Argentina un otoño de 1977.

Aquella vez fueron tres semanas. Lo recuerdo muy bien. Cuando volvió llovía intensamente y el viento movía con fiereza las latas de nuestro techo. Nadie salió a recibirlo pues la noche era demasiado oscura y era muy fácil hundirse en las numerosas pozas de agua y lodo que había en el patio. Oíamos sus gritos de arreo y los ladridos de Jol, y luego el traqueteo de numerosas patas entrando por el portón en dirección al potrero. 

Al rato papá golpeó a la puerta. Venía empapado, más delgado y con su barba crecida. Se veía alegre y satisfecho mientras nos abrazaba a todos. Nos contó que venía de Argentina y que traía más de trescientas ovejas. Había cruzado con nerviosismo el retén, pero creía que no habían reparado en él pues seguramente el cabo de guardia estaba dormido. Mamá avivó el brasero y puso a un costado la tetera y al otro echo a freír unas longanizas. Mis hermanos pequeños también se habían levantado y se habían montado en las piernas de papá.

No había transcurrido más de media hora cuando se escucharon algunos silbidos y alguien golpeó con fuerza nuestra ventana de madera. Al abrirla vimos dos carabineros que con voz potente le comunicaron a papá que estaba detenido y que todas sus ovejas estaban confiscadas. Se lo llevaron inmediatamente.
Mamá no lloró esa vez, quizás para no apenarnos, pero sentíamos su tristeza y su impotencia.

Al otro día vinieron varios carabineros montados y algunas personas de civil para llevarse las ovejas. Eran tantas y no sabíamos para donde se las llevarían. Algunas semanas más tarde y luego que liberaran a papá, supimos que las habían quemado a todas en un enorme foso. Nos costó mucho entender cómo era posible que las personas pudiesen quemar a los animales.

Luego vinieron las multas interminables y la miseria total. La palabra SAG, que no era sino el Servicio Agrícola y Ganadero del gobierno, pasó a transformarse en algo omnipresente en nuestro hogar, algo que no sabíamos bien qué era, pero que nos aplastaba mes a mes, que consumía todos los esfuerzos de papá en pos de reunir el dinero para pagar cada multa. Al poco tiempo tuvo que vender a Mandito y desde entonces transportaba en su propia espalda y bien amarrada aquella vieja maleta.

Cierta ocasión en que debía presentarse a cancelar sus multas en la oficina del SAG en Talcahuano, nos llevó a todos con él. Según decía, quizás se apiadarían al verlo con tantos niños pequeños. Mientras lo esperábamos en la antesala, observaba cómo movía sus manos, cómo gesticulaba, implorando ante aquel funcionario que parecía apenas escucharlo. Todo fue inútil aquella vez y todo sería inútil durante los siguientes tres o cuatro años. La acusación era clara: contrabando de animales. Papá siempre nos aseguraba que él había comprado aquellos animales, que lo había hecho desde que era casi un niño, pero que ahora el país era diferente. Se habían creado leyes durísimas para quienes trajesen animales desde Argentina, porque se quería evitar a toda costa la propagación de la fiebre aftosa. Muchos otros habían caído y seguirían cayendo al igual que papá. Algunos efectivamente eran contrabandistas y cuatreros, otros solo intercambiaban productos, algunos tenían hasta familia al otro lado, otros volvían baleados o golpeados por los gendarmes trasandinos y en muy malas condiciones para terminar su mala fortuna en algún calabozo chileno.

Papá nunca más volvió a Argentina. Desde entonces se dedicó a la crianza de chanchos y gallinas en la propia casa. Salíamos días enteros a recoger sacos y más sacos de encinas, de castañas, de manzanas, o de lo que se pudiera recoger para alimentar a los marranos. A los mejor dotados se les encerraba y se les daba raciones extra de afrecho y harinilla, con lo que pronto se les formaban calzones de gordura. Papá invertía mucho tiempo y dinero, y parecía obsesionado con volver a aumentar su capital a través de ellos. Pero los precios de la carne caían a cado rato y con dificultad se solía recuperar la inversión. A las gallinas, por su parte, se les prestaba escasa atención y muchas de ellas nos retribuían con deslealtad haciendo sus nidales en alejados zarzales, otras terminaban desplumadas en ollas ajenas, y no faltaban las que eran devoradas por los abundantes peucos que rondaban las casas. Los huevos que rescatábamos y la venta de las aves eran, habitualmente, el único dinero del que podía disponer mamá para comprar abarrotes y todas nuestras faltas. A pesar de esto, nunca faltó comida, siempre hubo pan en abundancia y un buen plato de legumbres disponible a la hora que nos diera hambre. Con mis hermanos solíamos tomar por asalto la olla de porotos, enfrascándonos en menudas peleas de puñetes y cucharazos. Todos crecimos ayudando a papá en sus tareas; a veces no queríamos hacerlo, pero entonces él se llevaba las manos al cinturón y nos retractábamos rápidamente. Nos levantaba amaneciendo y distribuía inmediatamente las tareas del día: uno lo ayudaría a carnear chivos para los veraneantes, otro iría a cortar zarzamora, el tercero sacaría la mierda de los cerdos y el menor pastorearía al caballo en el camino público. Las tareas cambiaban diariamente pero la modalidad era siempre la misma.

Pronto sobrevino la gran depresión del 82, desaparecieron los veraneantes, y casi nadie volvió a comprar chivos ni ropa ni gallinas ni huevos. Papá intentó ganarse la vida haciendo carbón, pero no era suficiente. Sembró trigo, porotos, maíz, avena, pero nuestra tierra no tenía agua y era muy pedregosa, por lo que la cosecha era ínfima, alcanzando a cubrir solo una parte de nuestra propia subsistencia. Al poco tiempo no le quedó más alternativa que integrarse a los programas de empleo mínimo que el gobierno había creado para aplacar la crisis. Papá entró en un período de abatimiento, andaba irascible, herido en su orgullo. Cada vez que iba al colegio lo divisaba a lo lejos junto a decenas de otros hombres, levantando o poniendo piedras en alguna calle. Era la rutina de todos los días que se extendió por años.

Solo el 85 comenzó a menguar la crisis. Papá volvió a vender chivos, muchos chivos, aprovechando la ola creciente de turistas que llegaban hasta la precordillera de Ñuble. Nuestra casa era de las pocas que faenaba el chivo delante del cliente y lo dejaba listo para ser asado. Papá estaba contento, le gustaba trabajar a un ritmo intenso, hacer muchas cosas a la vez. Volvió a criar muchos cerdos, tomó en medianía varias parcelas y sembró grandes cantidades de trigo, de avena y cebada. Nosotros debíamos encargarnos de las chacras, de regarlas y despastarlas. A mamá también se le veía feliz, amasaba a diario grandes cantidades de pan y hacía unos fondos de legumbres y cazuelas para su hambriento quinteto de varones.

Todo anduvo bien hasta que llegó el triste día en que empezamos a irnos. Fue el lento declive de la actividad, el lento apagar de los gritos, de las conversaciones, de las risotadas. Cada vez se encendían menos luces, se hacía menos comida y menos pan, cada vez se sembraba menos y se faenaba menos. Había dejado de tener sentido seguir creciendo. Papá y mamá lloraron desconsoladamente ante la partida de cada uno de nosotros, y estoy convencido que el dolor y la nostalgia mutua tardaron mucho tiempo en ser apaciguados.

Pero a papá aún le aguardaban momentos de felicidad y orgullo, como aquel día en que visitó la Escuela de Carabineros para presenciar el desfile con el que dos de sus hijos se convertían en gallardos policías. Aunque lloraba casi como un niño, notábamos en su rostro toda la satisfacción que se siente ante el deber cumplido. Toda su dura y tantas veces amarga existencia adquiría pleno sentido en ese momento.

Pronto su salud se deterioró irremediablemente, pero papá aún tuvo fuerzas para contar sus últimos chistes, para dar sus últimos consejos y para impartir sus últimas órdenes. Presintiendo su fin, nos reunió a todos un 27 de agosto de 1998 para despedirse y augurarnos un gran futuro. Aquella misma noche cerró sus ojos para siempre.

Algunos años después, mientras preparaba mis clases de historia para el día siguiente y tenía a mi hijo Octavito encaramado en mi espalda sujetándose de mis cabellos, no pude evitar recordar a mi padre y mis propios encaramamientos en su fornida espalda de campesino. Una sucesión de imágenes se arremolinaron en mi mente, toda la parte de su vida que compartió junto a nosotros, imágenes que a la distancia parecían todas felices. Y sentí nuevamente el olor de su manta de castilla mojada, sentí las púas de su barba, oí sus silbidos improvisados y vi su rostro en la penumbra al otro lado del fogón humoso.

Foto: Archivo Jorge Muzam.

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