Jorge Muzam
Reflexionando sobre quien tendría suficiente mérito para ser considerado como el mejor crítico de la literatura chilena, llegué a la paradójica conclusión de que este alto honor sólo le cabe a un boliviano: Gustavo Adolfo Otero (La Paz 1896-1958).
Conocí a Gustavo Adolfo Otero por recomendación de mi abuelo Enrique, que es un destacado coleccionista de libros antiguos. Él ya le había echado una ojeada al libro El Chile que yo he visto, y había quedado sorprendido con las ponzoñosas caricias (no carentes de certeza) con que este irrespetuoso boliviano se mofaba de los baluartes de la literatura chilena.
Más datos sobre el autor fueron difíciles de encontrar, al menos en el momento del hallazgo, hasta que algunos enlaces bolivianos a Wipipedia y breves menciones mías ofrecieron más luces sobre el susodicho.
Gustavo Adolfo Otero fue un destacado diplomático boliviano, periodista, crítico literario, ensayista, historiador, biógrafo y corresponsal de la Guerra del Chaco, experiencia que le sirvió para plasmar con soberbio realismo una de las mejores novelas americanas de guerra: Horizontes incendiados (1933) Obra que no se amilana en crudeza y calidad literaria ante otra cumbre parecida como lo es La roja insignia del valor, del estadounidense Stephen Crane.
Otras novelas del autor son El honorable Poroto (1921) y Cuestión de ambiente (1924)
Otras novelas del autor son El honorable Poroto (1921) y Cuestión de ambiente (1924)
Cultivó también la biografía: Biografías de hombres célebres de Bolivia: Abaroa (1926); la sociología: Figura y carácter del indio (1936); el ensayo: Estética de la conducta (1957) y la historia y crítica de la literatura: La literatura colonial y la literatura popular de Columbia; Historia de la literatura colonial. Además, escribió el libro El Peru que yo he visto, y, conociéndolo, debió escribir algo similar, o al menos abundantes artículos sobre España, Colombia y Ecuador, donde ejerció la función de Cónsul.
En su libro El Chile que yo he visto (donde utiliza simultáneamente su propio nombre y su pseudónimo: Nolo Beaz) Otero describe con gran soltura todo lo que le pareció digno de destacar durante su periplo por este sureño país.
El autor se divierte retratando con puntillosa exactitud un conjunto de costumbres muy propias de la sociedad chilena. Surgen así las formas lingüísticas del vulgo y la aristocracia, que solapan su hipocresía con modismos dulcificados; la beatería a todo nivel (incluso entre los ateos y socialistas); el militarismo exacerbado; los prejuicios de clase; los olorosos y atestados tranvías; el patriotismo histérico y belicoso, del cual observa: “El patriotismo es un biombo, tras del cual se ocultan todas las manchas y todos los vicios de Chile. Por patriotismo se calla el robo de un ministro, por patriotismo no se expulsa del poder a un mal presidente, por patriotismo no se escriben buenos libros. El patriotismo es una especie de polvos de arroz que cubre las escoriaciones de la patria”.
El autor se divierte retratando con puntillosa exactitud un conjunto de costumbres muy propias de la sociedad chilena. Surgen así las formas lingüísticas del vulgo y la aristocracia, que solapan su hipocresía con modismos dulcificados; la beatería a todo nivel (incluso entre los ateos y socialistas); el militarismo exacerbado; los prejuicios de clase; los olorosos y atestados tranvías; el patriotismo histérico y belicoso, del cual observa: “El patriotismo es un biombo, tras del cual se ocultan todas las manchas y todos los vicios de Chile. Por patriotismo se calla el robo de un ministro, por patriotismo no se expulsa del poder a un mal presidente, por patriotismo no se escriben buenos libros. El patriotismo es una especie de polvos de arroz que cubre las escoriaciones de la patria”.
Respecto a las letras chilenas, no escatima recursos literarios para lanzarse como un áspid contra los grafómanos que él considera mediocres o pasados de listos como para camuflarse en un ambiente social desprovisto de toda capacidad crítica.
De Fernando Santiván, dice:
“Es redondo, como una bola de billar, y no hay por dónde sacarle punta.
No es dulce, ni agrio, ni fuerte, ni delicado.
Es algo así como la esponja o el amianto.
Pertenece a esa raza de hombres que forman un regimiento gris, que no es opaco ni luminoso, que no vuela como el águila ni se pega contra las paredes como la lagartija.
Es el hombre gris, el literato gris, talvez un poco gris perla, pero al fin y al cabo siempre es gris.
Es una ilustre medianía, a quien se le debe dar un premio a la mediocridad…”
De Daniel de la Vega, afirma:
“Su alma es una camisa húmeda puesta a secar al sol, cuya agua se evapora lentamente, pero muy lentamente, sin embriagar a nadie, sin despertar entusiasmo, sin emocionar”.
Con el escritor Rafael Maluenda es particularmente duro:
“Schopenauer clasifica a los escritores en los siguientes grupos:
1° Escritores que escriben sin pensar o con pensamientos ajenos.
2° Escritores que piensan al escribir.
3° Escritores que piensan antes de escribir.
Sin duda el señor Maluenda no está encasillado en ninguna de estas gavetas, porque junto a muchos escritores forma parte de una fauna especial, en la que están comprendidos los escritores que piensan después de escribir.
Esto no quiere decir que no produzca, como el conejo, cuentos, novelas, dramas, crónicas, artículos de batalla, etc., etc., etc.
El señor Maluenda posee en su estilo propio algo así como las cuarenta cartas de la baraja, unas cuarenta fórmulas o matrices, que las hace variar convenientemente de un lado a otro, dando la sensación de lo imprevisto.
El señor Maluenda no es cursi, tampoco es admirable, atributos que pueden ser tolerables en homenaje a que es esencialmente vulgar.
¡Oh, Gorki, qué de crímenes se cometen en tu nombre!
Felizmente ahora se ha dedicado al periodismo político, lo cual le asegurará muy pronto una diputación”.
Al crítico literario chileno, Omer Emeth, lo deja como para trapear pisos:
“El edificio intelectual de este cura está sostenido por un trípode formado por la religión, la erudición ratonil y su falta de independencia.
Para hablar de cualquier cosa tiene que hacer acrobacias entre estas sus tres ideas y no siempre las sortea con gracia, ni con elegancia, ni con talento.
Dogmático por ser católico, conservador y casuista.
Resulta por esto algo así como una cacoquimia de las letras, que flota como cuerpo muerto entre las ideas modernas, por mucho que él alardee de saberlas. Se puede saberlas, pero lo difícil es sentirlas.
Y después de todo eso, escribe largo.
Así ya resulta una verdadera calamidad.
Pontifica en un templo de beocios y de fenicios, porque los verdaderos intelectuales no le toman en cuenta.
Está tan “mercurializado” que ya no sabe ni decir misa.
Le da por el chiste y la ironía. Entonces es una vieja beata, pintarrajeada, que se ha puesto enemas de agua florida y que se pone a hablar del prójimo en forma de compasión.
Le falta corrosividad para ser valiente y un poco de buen sentido, ya que no de sentido común, para ser el crítico de Chile”.
La sumatoria de retratos, críticas furibundas y ensañamientos de Otero es larga y con gusto las transcribiría todas, pero no es mi deseo abusar del tiempo de nuestros esporádicos lectores.
Cabe destacar que el libro fue publicado en La Paz en 1922, y ya iba en su segunda edición. Faltan algunas páginas finales, precisamente donde se refiere a Joaquín Edwards Bello (a quien parece valorar, por citas anteriores favorables), Augusto D’Halmar (entonces apellidado Thompson) y Eduardo Barrios, con quien al menos yo sería particularmente hostil, dados los minutos que me ha hecho perder.
Un signo contundente de que Otero no andaba tan perdido literariamente, es su favorable percepción de la entonces joven Gabriela Mistral (Premio Nobel de Literatura en 1945), pues al momento de ser escrito El Chile que yo he visto, ella no había publicado ni siquiera la obra Desolación.
Dice de Gabriela Mistral:
“La inteligencia de las mujeres es la belleza.
El único pecado que no se puede perdonar a las mujeres es que no sean hermosas.
A la mujer sólo le queda reservado el amor, su única religión, porque las mujeres son máquinas cristianas de fabricar hijos.
Cuando una mujer no se prolonga por el hijo, para hacerse digna, tiene que prolongarse frente a las edades y al destino con la obra de arte.
Gabriela Mistral es una mujer que está más allá de su sexo. Es un acierto y un desafío a la humanidad, talvez por demasiado femenina o talvez por demasiado humana.
Seduce esta mujer recia, de músculos de niño, con su amplia cara confiada y soñolienta. Seduce por su frente, amplia bóveda de la catedral del ensueño, por sus impávidos ojos color de vida, por sus ojos de hermana de los pobres, azotados por la violencia del ideal, unos ojos con largas pestañas murmuradoras, que cuando Gabriela calla, ellas van diciendo las carbonizaciones de esta gran mujer.
Gabriela es alta, tiene la altura de un campanario, donde han formado su nido las palomas del ensueño. Levantando su mano derecha con un poco de unción roba cada día una estrella del cielo. Por eso es la antena del espíritu chileno.
Gabriela Mistral es el agua, buena, clara, dulce, suave, ondulante, cantarina, poética, y está en las alturas azules del infinito, tan pronto como rueda por las miserias de la realidad, llena de lodo y miseria.
Su poesía se mete en el corazón como un dardo. Remueve el alma, la agita y la satura de comprensión, de belleza, de amor, de naturaleza.
Su primitivismo simplicista no es fruto de la fatiga mental como en los modernos poetas, no es que el hermoso cordaje de sus nervios se haya distendido, sino que la vida le grita para que vuelva hacia ella. Es la naturaleza que pide a su alma el salmo de sus palabras cálidas y de sus emociones férvidas.
Los versos de la Mistral tienen el fulgor del rayo y la luminosidad del relámpago.
Por eso habla como hablaban los hombres primitivos con los dioses, acercándose al oído y produciendo estremecimientos en la sensibilidad con palabras opacas y verbos esmerilados”.
Otero acierta al olfatear el pernicioso influjo de la religión en cada arista de la convivencia chilena. Chile huele a beatería y a petulancia. Y la crítica literaria, para colmo, ha estado dominada desde el siglo XIX por una seguidilla de curas provenientes de la oligarquía y por un diácono emocionalmente inestable como Hernán Díaz Arrieta (Alone).
Esta desbalance apreciativo ha devenido en el calamitoso estado actual de la literatura chilena, con una crítica literaria enferma de todos los males nacionales típicos, permanentemente sobornada ideológicamente, y donde conviven, se apadrinan y se protegen entre sí, en la mayor impunidad, un sinnúmero de vagos, escritorcillos oportunistas, ricachones ociosos y quiltros filosofantes con distémper estético.
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Imagen: Archivo Sanfabistán
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