Braulio Blas Soto / Memoria chileno-argentina


Pablo Cingolani

Braulio Blas Soto era medio puelche, medio gallego, medio irlandés, medio matrero y medio loco

Braulio Blas Soto era medio baqueano, medio cateador, medio vago, bastante borracho –su sangre irlandesa- y medio loco, insistiré con ello

Sus hazañas, hallazgos, galardones y merecimientos eran memorables al sur del Aconcagua

Descubrió la famosa mina de ópalos del cerro Cochicó, unos ópalos nobles, de colores fogosos

Encontró turquesas inmensas, como huevos de ñandúes, en Andacollo y un cuerno de unicornio en la pampa de Litrán que enterró en algún hueco, que no señaló, y luego extravió en su memoria

Halló numerosos puertos de montaña, ausentes de la cartografía, que atravesaban la cordillera siguiendo inmemoriales huellas indígenas

Debajo de un promontorio de piedras negras, encontró un amarre de cueros, y dentro del alijo, una carta dirigida a Manuel Rodríguez firmada de puño y letra por el mismísimo San Martín donde le instaba a seguir hostigando a los godos con sus guerrillas

La carta la perdió en un juego de naipes en una noche de mala espina interminable en Curicó

El 47, era enero, salvó la vida al único sobreviviente de la caída del avión postal holandés que se estrelló cerca al lago Epu Lauquen

El rey de Holanda le envió otra carta, agradeciéndole el rescate, y también una medalla, grabada en oro, con un sol y laureles. La perdió también, una vez que creció el Atuel y casi muere cuando las aguas arrastraron a Estrella, su yegua

Amigo de Saint-Exupéry, se los veía juntos en una fotografía donde el conde lucía un quillango finísimo que Soto le obsequió y que, a su vez, le fue regalado a él por un cacique tehuelche. La foto se quemó en un incendio cuando los nazis se tomaron Lieja

Un invierno, entró a explorar las serranías de Auca Mahuida en compañía de un kallawaya que había arribado solitario desde las montañas de Bolivia. Cómo aparecieron tres meses después en Carmen de Patagones, doscientas leguas al este, nadie puede dar fe. Uno dijo que fueron volando porque “el boliviano ese era un mago poderoso”. Otros le creyeron a Soto: caminaron por la nieve, guiados por el sonido del mar que el brujo del norte escuchaba en su caracola. ¿Y qué comían? –preguntaban con avidez. Chuletas de guanaco y plantas de la tierra, aseguraba Braulio Blas. ¿Y dónde dormían? En cuevas, si nos topábamos, o en pozos que cavábamos con las manos ¿Y qué encontraron? –inquirían, alucinados. Soto se volvía lacónico y contestaba, invariablemente: el poder del viento

Braulio Blas Soto era medio sabio, medio extraño, medio inclasificable

Lo que no había término medio para definirlo era en esto: Braulio Blas Soto sabía contar

Vos le ponías dos ginebras en la mesa y te narraba en verso, corregida y aumentada, la historia de Marco Polo –decía, también, que era medio veneciano, me faltó aclarar

Lo conocí en un boliche de Algarrobo del Águila, un lugar que merecería figurar en todas las bitácoras sólo por su nombre

Es lo más agreste de La Pampa, la provincia de La Pampa, territorio puestero, reino del caldén, el fraile Aldao pasó por aquí cuando Tata Rosas lo mandó a pactar con las tribus, te cuenta Braulio Blas Soto y lanza un dardo: una bisabuela mía fue su amante…

¿Amante de Aldao? –mi curiosidad me abruma: la historia de Aldao es una de las mejores historias argentinas que se pueden evocar, la historia del general dominico, el fraile guerrero, el gobernador progresista y amigo de los pobres, el militar despiadado. Una síntesis, un mundo: un país

Si, de Aldao, del mismo –insiste Soto y hace una seña: dos ginebras más

Mi bisabuela se llamaba Fiona. Aldao la rescató. Era cautiva de los puelches. Era hija de un irlandés, comerciante en cueros, afincado en Tapalqué, y más borracho que yo. Se apellidaba Kelly. Lo mataron en una riña de gallos, el mismo año de Caseros. Mama Fiona se afincó en Mendoza. Aldao le dio unas tierras por los lados del Tupungato. Tuvo nogales y miles de cabras. Un día conoció a un francés que estudiaba piedras y escribía poemas. Se enamoraron. Partieron rumbo a Chile, a embarcarse en Valparaíso, con la promesa de Europa. Era verano. Un alud de nieve la sepultó con el franchute en el medio de la cordillera –Braulio Blas Soto no cesa de reírse y vuelve a pedir dos más. Nunca pude encontrar ni medio hueso de la abuela, ni menos que menos los baúles del francés –todos, al sur del Aconcagua, juraban que estaban llenos de oro de los indios antiguos y de piedras raras que cualquier sultán de Adén pagaría sin dudar un dineral por ellas…

¿Y?- lo apuro

¿Y qué? –me mira fijo

¿Y el tuyo? ¿Tu tesoro?

Ah, se inspira: ya te deben haber contado…

Y si, le digo: no voy a venir al pedo desde tan lejos…

Al sur del Aconcagua, el tesoro de Soto brillaba más que ningún otro.

* * *

Braulio Blas Soto tuvo su momento de gloria: cuando apareció en las páginas de los periódicos de Buenos Aires diciendo que había descubierto una ciudad perdida en medio de la nada. La noticia la trajo un ingeniero de YPF que lo había conocido en Chos Malal, cuando andaban por ahí prospectando petróleo. Nadie le creía al ingeniero hasta que en un coctel del club de ajedrecistas de refugiados de Lublin, se encontró con Levillier, el insigne Levillier, historiador canónico.

Ahora cuenta Soto: Levillier, Roberto Levillier, dice que le dijo al ingeniero: ¿y cuántas botellas de vino se chupó el paisano –paisano me dijo el coso, Soto reía- antes de que le cuente la historia de la ciudad perdida?

Unas siete, tal vez ocho –le respondió el ingeniero- sabía beber el hombre

Entonces, debe ser cierto: los borrachos no mienten –dicen que le aseguró Levillier, Roberto Levillier, y luego ametralló con el sitio, con la más aproximada ubicación del sitio donde se localizaba la ciudad perdida

Está en las faldas de un volcán –secreteó el funcionario, mientras bebían el mejor vodka de todas las Polonias

Quise saber su nombre pero Soto no me lo dijo. Insistió, amagó pedir licor, pero Soto lo cortó en seco: mirá, ingeniero, volvete a Neuquén por donde viniste y traete caballos, hombres, herramientas, carpas y un buen fajo de billetes, ¡ah! y dos botellas de whisky de Irlanda, una para mí solito y otra para que la compartamos, y yo lo llevo

Levillier no se acongojó. Puso a funcionar su extraordinaria memoria geográfica y luego exclamó, para sí, para el ingeniero, para el mundo entero: ¡Caramba, Suárez! (así apellidaba el ingeniero), ¿acaso no se ubica? Al norte de Chos Malal, está la Cordillera del Viento, y en esa cordillera, el pico principal es un volcán –Levillier estaba exultante, estaba a punto de volver a descubrir con Balboa el Océano Pacífico. Fue entonces que pegó un alarido y luego gritó: ¡el Domuyo, el volcán Domuyo, querido Suárez!

Suárez se sorprendió (por tanto cariño). Sólo atinó a decir: ¿y ahora que hacemos, Levillier? Nada, por ahora nada, brindemos nomás por este feliz encuentro. Mañana, voy al periódico para anunciar que la Ciudad de los Césares está a punto de ser re-descubierta

Dicho y hecho. Dos ginebras más. Al otro día -15 de septiembre de 1955-, la noticia salió publicada en La Prensa, el periódico de los Gainza Paz que había sido expropiado por el gobierno peronista. El titular decía: DESCUBREN CIUDAD PERDIDA EN LA PATAGONIA. El subtítulo aclaraba: SE TRATARIA DE LA CIUDAD DE LOS CESARES, SEGÚN LEVILLIER Y EL ARRIERO SOTO (las carcajadas del susodicho retumbaban en el bar y medio Algarrobo del Águila) Al otro día, esto es historia conocida: vino el golpe de estado contra el general Perón, que se exilio en una cañonera paraguaya. La llamada Revolución Libertadora arrasó con todo

¡Qué mala leche, compañero! –sentenció Braulio Blas y me abundó para mayor esclarecimiento: vaya a cualquier biblioteca y trate de conseguir un ejemplar de La Prensa de esos días. No hay ni mierda. Los milicos prohibieron hasta la Marcha Peronista y de la Ciudad de los Césares, si te he visto, no me acuerdo. El potencial mayor descubrimiento arqueológico de toda la historia argentina frustrado por una asonada de entorchados: cierra, a mí me cierra

¡Traé dos ginebras más, Manuel! ¡Salud, mi amigo! ¡Por la Ciudad de los Césares! Disculpame un momento, Soto: ahora vuelvo

Es noche profunda. Es más profunda aún en Algarrobo del Águila. Salgo a hacer aguas afuera. Quiero aire. Es mucha historia junta. Mientras desaguo, buscó visualmente la Cruz del Sur, luego apunto mi mirada al sudoeste, más preciso: al sud-sudoeste. Vuelo, mentalmente, cincuenta leguas en línea recta. Ya la veo

Allí está.

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Pablo Cingolani: Historiador, periodista y explorador argentino (Buenos Aires, 1963). Reside en La Paz, Bolivia, desde 1987. Como historiador, realizó estudios sobre los derechos argentinos sobre las islas Malvinas y los problemas de tierras en la puna de Jujuy, la explotación cauchera en la Amazonía y la historia minera de Los Lípez potosinos. Trabajó como redactor y colaborador en una docena de medios gráficos de La Paz y sus artículos también se publican en medios de Argentina, Chile, Ecuador y España. En video dirigió, con Gastón Ugalde, Imagina Bolivia y la primera serie de documentales sobre áreas protegidas. Encabezó expediciones ecohistóricas desde 1980, explorando, entre otras, la región de Iruya-Baritú, Cumbres Calchaquíes y la puna jujeña en Argentina, el desierto de Atacama en Chile y casi todos los parques nacionales de Bolivia, en especial en Lípez, Chaco y Amazonía. Es el creador y director de la Expedición Madidi, que ha explorado distintos sectores del parque boliviano del mismo nombre, y ha sido declarada “de interés nacional” por el Congreso boliviano.

Imagen: Volcán Domuyo, Cordillera del Viento, Neuquén, Argentina.

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