Jorge Muzam
Cuando rememoro mi infancia se viene a mis sentidos, por inmediata asociación, el intenso aroma y sabor del tomate de huerta. También el ají verde y el pan amasado calientito. Por añadidura se me vienen imágenes de hermanos, padres, tíos, abuelos y primos degustando largas onces bajo el parrón. Vuelvo a escuchar sus voces, el murmullo de conversaciones interminables, abundantes bromas y risotadas, chanchos que curiosean masticando encinas, gallinas que no paran de cacarear...
Y sobre la mesa. veo fuentes enlozadas rebosantes de jugoso y aromático tomate con ajo, tallos verdes de cebolla convertidos en pebre, tazas cobijando reconfortantes cafés de trigo, un jarrón de jugo Yupi para los más acalorados, muy a lo lejos una garrafa de vino, y al medio una panera de mimbre cobijando los suculentos panes amasados que mi madre cocinaba cada día en el horno de latón.
Salir al campo a trabajar era lo usual, casi siempre todo el día, y hasta dos o tres, por lo que había que llevar meriendas bien resguardadas dentro de un morral. Y como la plata nunca era mucha ni el peso a llevar debía ser demasiado, siempre se privilegiaba lo que había más a mano y que no pasaba de ser tomate, pan, ají, aceite, harina tostada, café de trigo, azúcar y bolsitas de té, y de cuando en cuando, un pollo campesino más famélico que gordo. El tomate en aquellos años era muy barato, y se sumaba al que nosotros producíamos en la huerta, que siempre estaba amenazada por las hordas de chanchos dispuestos a romper todo tipo de cerco para extraer el sabroso botín alimenticio.
A veces salíamos de madrugada, digamos a las dos o tres, para estar en Los Puquios o Las Mercedes al amanecer. Allí desmontábamos morrales y herramientas y encendíamos un acotado fueguito solo para calentar el tacho y tomar algo caliente. A veces un pichón, a veces un té o un café de trigo. El pan lo acercábamos al fuego para que se tostara un poco y sobre él esparcíamos rebanadas de tomate, un ají verde desprovisto de sus pepas, una pizca de sal y gotitas de aceite Cristal.
Luego, a la hora del almuerzo y la once repetíamos el mismo rito alimenticio.
Debo confesar que en mi vida no he vuelto a probar nada tan delicioso como aquellas meriendas preparadas entre las montañas de San Fabián de Alico. Pudo deberse a mi edad, la compañía, el aire, el clima, el cielo, el bosque, los esteros, el silencio, quizá la falta de comparación con otras formas de vida, pues mi biografía de aquellos años apenas cabía en media página.
1 Comentarios
Excelente relato, que lindo rememorar esa vida tan simple,natural y linda.
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