Vieja escuela / Crónicas de San Fabián de Alico



Jorge Muzam

Entre el 77 y el 84 estudié en San Fabián. Desde kinder a 7º básico. Parte de esa experiencia la narré en mi libro Tordos en la niebla (ganador del Fondart de Literatura Referencial 2016) y cuyo boceto preliminar de 30 hojas se encuentra disponible en la biblioteca de la comuna. La obra completa de 140 hojas y en formato de libro saldrá en fecha aún por determinar.

Ingresé cuando se llamaba Escuela Nº10 y el director era don Hugo Humaña, una persona sin duda respetable y culta que le hacía honor a su cargo. Luego le cambiaron la denominación a Escuela E-177, y el nuevo director fue Raúl Bustos. Coincidió con el año en que me fui cuando le pusieron Liceo C-88 Jorge Alessandri (nombre que me parece muy poco imaginativo, considerando que en el país hay varios colegios que se llaman igual). El establecimiento era el heredero de la antigua Escuela 4, que funcionó desde fines del siglo XIX, y que en los años 30 se dividió en la Escuela de Hombres Nº13 y la Escuela de Niñas Nº10. En el 65 se terminaron de fundir en la Escuela Nº10, formando parte de la reforma estructural que venía catapultada desde el gobierno de Jorge Alessandri y que fue priorizada por el gobierno de Eduardo Frei Montalva.

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Primer día de clases

Rememoro mi primer día de clases aferrado a la mano de mamá. Su mirada daba cuenta de una especie de orgullo anticipado, como si estuviera avizorando una meta ya cruzada antes de siquiera empezar la partida. “Va a ser médico”, enfatizaba a quien estuviese cerca para oírla. 

Para tal efecto, y como una especie de indumentaria introductoria al mundo de la alta medicina, me había comprado un abrigo marrón de grueso paño y un maletín de cuero de vacuno muy bien trabajado. Complementaba esa investidura unos pantalones de tela planchados hasta el desgaste y unos centelleantes mocasines negros. Nada de esto hubiera tenido mayor sentido sin mi cabello rastrillado prolijamente con jugo de limón. 

De esa forma daba inicio a mi primer día de clases en el kindergarten de la Escuela E-10 de San Fabián de Alico.

En una larga mesa había recortes de revistas viejas, hojas blancas, botellitas de pegamento, lápices de cera y muchas tijeras con manguito amarillo. La tía Fresia Fuentes me recibió con afecto y me explicó las actividades que los demás estaban realizando.

Mi grueso abrigo café me tenía cubierto de sudor pero no sabía si debía sacármelo. La tía me pasó una hoja, saqué mis propios lápices y dibujé con rojo un enorme 1977, pues lo acababa de ver en la tapa del almanaque de mi abuelo. 

Alguien afirmó en mi pecho un papelito con mi nombre. Luego mamá se marchó y no sentí pena. 

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Profesor Salas

Mi profesor de primero básico se llamaba Ricardo Salas. Era un maestro bonachón que entre clase y clase nos entretenía haciendo imitaciones de Elvis Presley. Pronto descubrió que yo también cantaba y de ahí a apoyarme para participar en diferentes festivales de la canción no pasó mucho tiempo. En tres ocasiones me acompañó con su guitarra en las veladas donde competí como cantante. En una gané interpretando mi versión de la canción El tiempo en las bastillas de Fernando Ubiergo, o más bien ganamos porque éramos un dúo. En otra ocasión cantamos El chilote marino y también salimos victoriosos. Y creo que una vez interpreté Un café para Platón, sin saberme la letra, y en el camino simplemente la inventé, pero a juzgar por los aplausos nadie pareció darse cuenta. En clases el profesor Salas tenía paciencia, mucha paciencia, pues al menos la mitad de mis compañeros eran más burros que los alumnos del profesor Jirafales. Su energía parecía inagotable. Dirigía la canción matinal, izaba la bandera, vigilaba la pulcritud de nuestra apariencia, nos aconsejaba, nos cuidaba y nos impartía todas las asignaturas durante todos los días del año escolar. Tuvo una moto y un furgón Suzuki con los que solía aventar a los alumnos que vivían más lejos y nunca recibió un peso a cambio. Era dinámico, bondadoso y jamás se propasó con ningún alumno, como sí lo hacían otros profesores. Cuando se exasperaba repartía coscorrones y reglazos de madera en las manos de los infractores, aunque en ese tiempo era normal que los profesores golpearan a los niños con la anuencia de los padres.

El profesor Salas nos acompañó hasta que llegamos a quinto básico. Entonces otros profesores, más fríos y menos comprometidos, continuaron incidiendo en nuestra formación. Salas volvió a comenzar con otro primero básico y en lo posterior, cada vez que nos veía, nos brindaba el saludo afectuoso que se le brinda a una personita mayor y más responsable.

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Poetas extravagantes

Diciembre de 1980. En el acto de finalización del año escolar me llamaron al estrado y me concedieron la distinción al primer lugar de mi curso. El profesor Ricardo Salas, en representación del colegio, me abrazó y me entregó un regalo. No lo abrí hasta llegar a casa. Adentro venía un libro titulado “Cucky, el pequeño cocker”. Tenía dibujos y letras grandes. Me pareció un libro para pendejos pues yo ya leía libros largos por mi cuenta. Sin embargo igual lo quise. Mamá aprovechó de leérselo infinidad de veces a mis hermanos. Ella era una maestra para leer cuentos. Fabricaba voces, concedía tiempos, enfatizaba sorpresas y enojos. Mis hermanos la oían fascinados. 

No recuerdo muy bien los detalles del cuento. Sé que era triste. Las historias de perros casi siempre son tristes porque alguien los abandona o los maltrata o porque viven poco tiempo dejando a su añorante amo sumido en el dolor.

Junto al libro venía de regalo una cortaplumas multiuso y un jabón (mamá se enfadó por lo del jabón, pues lo consideró un mensaje subliminal. Para mí fue sólo desprolijidad, como meter cualquier cosa dentro del regalo antes que llegue la hora de la premiación). Ese cortaplumas sí que me dejó contento. Me hizo sentir más grande y autónomo, como si me hubiesen dado un sorpresivo aventón hacia la adultez. Mi arma y mi herramienta. Con él cortaría carnes, panes amasados y bambúes. Con él marcaría fechas importantes en las roñosas paredes de mi habitación. Con él inmortalizaría el nombre de mi doncella de turno en los sombríos aromos que envejecen a la orilla del río. Lo afilé al máximo y desde ese mismo día empecé a tallar tronquitos secos. A darles formas que sólo yo entendía. Me sentí un gran escultor. No había mucho que hacer. Los árboles de San Fabián adquieren formas caprichosas debido a la multiplicidad de vientos o a la sobreabundancia de sol y nutrientes que les deja demasiado tiempo libre para convertirse en poetas extravagantes. 

Las ramas secas que caían o que yo mismo cortaba eran mi materia prima. Cuando me sentía conforme con el nivel artístico de mis esculturas las amontonaba sobre una empolvada repisa de álamo que resistía toda torcida en una esquina de mi habitación. Hoy, visto a la distancia, lo que para mí eran patos de ciruelo, quijotes de encino o chivos de sauce, se asemejaban más bien a las gárgolas de Notre Dame.

Con la llegada de las estaciones frías todas mis esculturas iban a parar a las fogatas. De cualquier forma no habrían resistido a las polillas, a mis sucesivos exámenes autocríticos ni a las imprevisibles desventuras del tiempo venidero. 

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Siempre saludaban con una sonrisa

De aquellos años, dos personas se me agigantan en el recuerdo. Me refiero a don Raúl y a don Gerardo. Desde que tengo recuerdos estaban ellos a cargo de los patios y de todas las labores de mantención del colegio. Y siempre los rememoro amables, empáticos, sonrientes, muy caballeros. Jamás escuché una mala palabra de ellos, ni un gesto de desdén hacia nadie. Diría que nos cuidaban a todos por igual, sin hacer diferencias de origen, tamaño o color de piel. No eran soplones ni incentivaban ninguna mala actitud de algunos alumnos, si no que siempre buscaban la forma más pacífica y diplomática de resolver los problemas a ras de suelo, y que no llegaran a las planas mayores, porque ahí los castigos eran severos. Realizaban prolijamente mil labores, y nunca los vi excesivamente cansados o quejándose o maldiciendo. Eran ellos mismos, probablemente, los mejores ejemplos de vida de lo que debía ser una buena enseñanza. 


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Construyendo mundos desde el Alico

Hay amigos, compañeros, primeros y silenciosos amores, personas que recuerdo tan entrañablemente de aquellos años. Podría esbozar las razones profundas por las que recuerdo a cada uno, pero sería una tarea larguísima, y quizá lo haga algún día. Por ahora solo prefiero nombrarlos. De cada uno de ellos recuerdo su rostro, su mirada, su voz, su humor. Con varios de ellos pasamos días, semanas o meses conversando de asuntos muy filosóficos, construyendo en conjunto nuestras miradas de mundo. Sentados en los bordes de la cancha del colegio o en la plaza o en la Virgen o sobre las piedras del estero. Con algunos peregrinamos hasta la Balsa. Con otros nos bañamos en el canal de calle Independencia. Nos compartíamos las cerezas, las naranjas, las castañas, los panes con manteca, los papelitos con burlas, mensajes amorosos y obcenidades. A veces jugábamos a la pelota, a las naciones, al pillarse, al caballito de bronce. Con al menos tres de ellos nos agarramos a cachuchazos. Pero luego tan amigos como siempre. Eran cosas del aprendizaje de vivir.

Parte de mis entrañables amigos y compañeros de aquellos años: Antonio Hernández, Guillermo Benavides, Juana Ramírez, María Elena Fuentes, Mariana Guzmán, Salvador Allende, Luis Sandoval, Sonia Vázquez, Carmen Gloria Martínez, Mabel Bustos, Nelson Avendaño, Patricio Tapia, Alicia Cornejo, Patricia Jara, Francisco (gran amigo de segundo básico cuyo apellido no recuerdo, pero que vivió un par de años en la Huallería), Paola Arancibia, Betty Silva, Patricia González, Hugo Cerda, Orietta Castro, Catherine Salcedo, Graciela Quiñones, Manuel Fuentes, Enrique Silva, Nicolás Marabolí, Onán Almendra, Marco Noa, Marcia Mardones, Isladis López, Juana Villalobos, Bernardita Valenzuela, Luis Chaleco Villa, Héctor Contreras, José Morales.

Me refiero principalmente a compañeras y compañeros de curso en el transcurso de ocho años, desde 1977 a 1984. Con algunos solo fuimos compañeros uno o dos años. Recordemos que en esos años la repitencia y el abandono de estudios eran usuales. De muchos otros he olvidado sus nombres, pero no sus rostros ni lo que significaron en mi vida.


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Nunca fuimos a la luna

San Fabián siempre fue un lugar distante del devenir urbano, sobre todo en aquellos primeros 80 que contemplaron mis ojos de niño. Solo dos micros de la familia Caro conectaban diariamente a la comuna con la ciudad de San Carlos a través de un complicado camino de curvas, bordes de precipicio, subidas y bajadas, mucha piedrecilla, tierra suelta y numerosos hoyos. Casi nadie tenía auto. En las casas se usaban mayoritariamente radios a pila y muy pocos tenían televisor. Para estos últimos, las posibilidades de saber lo que pasaba en el resto del mundo estaban acotadas al noticiario nocturno de Televisión Nacional de Chile. Las emisoras de radio, por su parte, emitían incansablemente los repertorios de José Luis Rodríguez, Camilo Sesto, Miguel Bosé y Rafaela Carrá, junto a tandas de rancheras y comerciales de tiendas de Chillán. De periódicos ni hablar, no había excedentes para comprarlos ni existía la costumbre. En la despoblada biblioteca gobernada por Luchito González solo leíamos Condorito para capear el intenso frío invernal o los agobiantes calores de diciembre. Las enciclopedias las pedíamos solo cuando estábamos urgidos por terminar algún trabajo de investigación. La mayoría de los padres sólo sabía de faenas campesinas de subsistencia y sus cosmovisiones estaban moldeadas por sabidurías ancestrales arraigadas en nuestro territorio. Los profesores eran, por tanto, nuestra única conexión con el conocimiento que bullía más allá de nuestro alejado valle. Es cierto que algunos eran bastante brutos para tratar a menores de edad. No nos respetaban y usaban su tiempo para inventar motivos para coscachearnos o para mofarse de nosotros poniéndonos apodos ridículos. También para azuzarnos cuando nos agarrábamos a cachuchazos entre compañeros, Pero había otros profesores que sí le hacían honor a su profesión. Entre ellos el profesor Parada. Nos hizo clases de castellano en aquellos tempranos años. Tipo pausado, de dicción impecable, zapatos negros bien lustrados, bigote castaño y chamanto gris para la lluvia. No podría asegurarlo pero muy probablemente con él conocí El Principito. Nos contaba historias personales o nos leía cuentos. Nunca nos aburrimos con él. En cierta ocasión preparamos una obra de teatro. Los actores éramos juguetes. A mi me tocó ser soldado. Como indumentaria caracterizadora me conseguí una boinita azul. El día del estreno el salón del colegio estaba repleto. Estábamos nerviosos. Era nuestra primera obra. Rezábamos para que no se nos olvidara el guion. Me tocó mi turno. Lo logré apenas. Cuando terminamos el profesor nos felicitó. Se veía contento. Al otro día nos contó que nos habían criticado por no movernos en el escenario, pero que salió en nuestra defensa aduciendo que éramos juguetes y que por lo demás en la obra original no estaba contemplado ningún movimiento. 

Otra de sus clases nunca se me ha olvidado. Fue cuando hablamos de los adelantos del hombre. Al tocar el tema de la llegada del hombre a la luna nuestro profesor nos manifestó su completa incredulidad. Filosofaba con escéptica tristeza mientras mirábamos por la ventana ese cielo celeste, impenetrable a su juicio, al esfuerzo humano. Hablo del año 81, cuando cursábamos el cuarto básico en la Escuela E-10 de San Fabián de Alico. Ignoro qué pensará el profesor Parada hoy en día sobre ese controvertido acontecimiento. Sé que aún hace clases en la escuela Caracol. Desde aquí mis respetuosos saludos y mi agradecimiento por su valioso aporte pedagógico.


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Había de todo en esa viña del señor

Pasaron los meses y los años. Para mi generación fueron días interesantes. Había cierta libertad de acción, mucho "dejar hacer" y no poca rudeza en el trato. Las diferencias se arreglaban a cachuchazos, a la salida o en los arenales que había entre los pabellones. Los profesores, la mayoría, se hacían temer repartiendo reglazos, varillazos y coscachos de acuerdo al ánimo con que se habían levantado. Algunos eran más meticulosos y se habían especializado en el arte del pellizcón, la gomita y los platillos. Predominaba entre ellos cierto clasismo hacia nosotros, hijos de campesinos, clase baja la mayoría, y no parecían encontrar motivos para esforzarse en brindarnos una buena enseñanza. Recuerdo tantas clases perdidas en que solo hablaban de sus asuntos personales para rellenar el tiempo o se dedicaban a mofarse de nosotros y a inventarnos apodos. Por supuesto que había honrosas excepciones, verdaderos caballeros y damas ejerciendo contra viento y marea la noble profesión de maestro.

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El sol y la escarcha

Los inviernos eran rigurosos. La mayoría usaba mantas, botas, ojotas o lo que pudiera. Hasta fines de los 70 aun andaban niños a pata pelada, chavitos descalzos con un pantalón hecho jirones. A los de medio pelo nos alcanzaba para zapatillas de lona. A los hijos de funcionarios para North Star de cuero. Y no había mayor cúspide social que esa. La escarcha no se disipaba hasta el mediodía, los temporales duraban dos semanas ininterrumpidas, la lluvia humedecía hasta el alma. Era usual que llegáramos estilando al colegio y nos quedásemos así hasta la salida, oliendo a humo y a perro mojado. Cuando no llovía nos engullía la niebla o nos empujaba el puelche. Y sin embargo, nadie faltaba a clases. Nadie se quejaba. Era el único mundo que conocíamos y no había forma de compararnos con otras realidades. Había pocos televisores y en cada casa la radio se anclaba en la emisora de las rancheras.

En el primer recreo hacíamos una larga fila frente a la cocina para recibir un jarro con un líquido lechoso con sabor a plátano. Nos daban dos galletones por cabeza y con eso resistíamos bastante bien la jornada. El resto lo aportaba cada uno con lo que traía desde su casa. Desde rebanadas de tortilla con manteca, sopaipillas, calzones rotos, trocitos de queque y hasta granadas. En tiempo de castañas las salas quedaban hechas un asco y era habitual que en días de temporal nos agarráramos a naranjazos.

En los meses cálidos nos íbamos hasta la Junta a pescar, o nos arrancábamos al estero de piedras, que entonces llevaba más agua. En La Puntilla y Las Vizcachas nos tirábamos piqueros hasta quedar azules de frío. Luego volvíamos furtivamente, haciendo camino cerca del Neco, cuidando que no nos echaran los perros.

Durante los recreos en el colegio nos escapábamos por unas barandas podridas que estaban detrás de los baños. Algunos iban a fumar, otros a comprar helados y los menos a traficar polquitas. Y conversábamos intentando arreglar nuestro pequeño gran mundo.

Cuando finalizaba noviembre empezaban a madurar las cerezas. Dentro del colegio había una prohibición estricta de sacarlas. Nunca entendimos esa ferocidad de las autoridades para proteger las cerezas. Lo hacíamos igual, pero sabiendo que conllevaba un gran riesgo, un acto de extrema subversión en una época políticamente oscura. De esos años recuerdo un suceso muy triste, muy injusto, y que probablemente recuerden los de mi generación. Fue una brutal golpiza que dio el director de entonces a un grupo de alumnos. Lo hizo en el patio central, frente a estudiantes, profesores y funcionarios. La acusación era precisamente esa: haber robado cerezas. Y haber salido del internado a horas no permitidas.

Los paseos de fin de año solían ser en el camping. Diciembre era más fresco que en estos albores del siglo XXI. El estero traía más agua. El Malalcura seguía cobijando nieve y cataratitas brillosas deslizándose por sus cumbres rocosas. Nos bañábamos todo el día, piqueros y patos, azules de frío, a ratos tiritando sobre las piedras tibias, hasta que nos llamaban a merendar. Queque y jugo, carne y lechuga. A veces todo el año escolar valía solo por la inmensa felicidad de ese día.

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Mi idea del vacío universal

Tenía alrededor de nueve años cuando participé en un concurso provincial de dibujo. La temática era libre así que dibujé mi idea del vacío universal. Desiertos, cielos infinitos y un par de siluetas perdidas en un horizonte difuso.

El profesor encargado de reclutar los trabajos, un tipo pequeño de prodigiosa nariz y ridículo bigote, quedó mirando el mío con mucha desconfianza. Acto seguido, tomó un plumón amarillo, dibujó un redondel a modo de sol en el centro de mi obra y numerosas rayitas que simulaban rayos de luz esparciéndose alegremente por mi obra de arte asesinada. Así está mejor, dijo.

Fue la primera vez que le dije ¡conchetumadre! a un adulto. Pero sólo en mi pensamiento.

No esperaba ganar y no gané. Si hubiese conseguido un premio no me habría sentido dichoso. Había dejado de ser mi creación gracias a la intervención de ese mentecato medio analfabeto con donaires de esteta.

No pude evitar sentir inseguridad. Mamá insistía en que los profesores y en general todos los funcionarios y autoridades y ricachones sabían muy bien lo que hacían y merecían nuestro incuestionable respeto. Yo en cambio, ya podía percibir la ignorancia, la inseguridad, la envidia, la mala intención, el arribismo enfermizo, la profunda estupidez humana en cada uno de los rostros de esos señores del poder. Digamos que portaba, sin tener plena conciencia de ello, el germen del cuestionamiento. Rápidamente me convertí en un indignadito experto en pequeñas acciones de sabotaje. Un mini terrorista. Por supuesto, la mayoría de mis reprochables acciones de entonces siguen impunes hasta el día de hoy.

Como sea, en el siguiente concurso en que participé hice lo contrario de la primera vez. Es decir, me vendí superficialmente a ese sistema de analfabetos y maricones y garrapateé un vulgar dibujo rebosante de optimismo. Una burrada rastrera donde los muchachos competían en un partido de vóleibol y había pancartitas con mensajes alegres y pompones multicolores y bellas autoridades en el estrado contemplando esa fiesta social.

Obviamente gané. Era un concurso provincial. Recibí diplomas y medallas y aplausos. Pero para mí no era más que un dibujo estúpido y lame suelas hecho para congraciarme con el funcionariado pinochetista que en esos días estaba plagado de milicos y soplones de la peor calaña.

En lo posterior evité participar en concursos. Fue un camino arduo el darme cuenta de que no era yo el equivocado sino todo el sistema político y educacional, podrido y perverso de principio a fin.

Tuve un profesor de arte en la secundaria llamado Manuel Torres. Entre pajero y lunático, pero un buen tipo. De apreciable cultura. Sabía de qué se trataba lo que enseñaba. También solía sugerir formas más apropiadas para ganar concursos pero a mí ya no me importaba. Tenía la certeza de que en esas instancias no se evaluaba el verdadero talento, sino el rastrerismo cultural, la complacencia, la moda, y a menudo los evaluadores eran tan ignorantes como el evaluado. Lo que parecía claro es que la mayoría de los estudiantes habían sido asesinados como creadores desde muy pequeños.

Por mi cuenta aprendí ciertas nociones de acuarelismo. Incluso hice reproducciones, a mi juicio, bastante afortunadas de los estanques de Monet. Una de ellas se la guardó el profesor. 

Tras salir de la secundaria no volví a tomar un pincel. Aunque mis gustos decantaron hacia la pintura expresionista, las flores de Nolde, los búhos de Buffet, el dibujo minimalista, la línea que apenas sugiere una ilusión. 

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Mi añorada escuelita

Cuando recuerdo aquellos años, quisiera nunca haberme ido. La vida me deparó incontables experiencias de toda índole. Coexistí con la más variada fauna humana que pueda describirse en las letras. Barrios, ciudades, países. Obreros, estudiantes, académicos, maleantes, revolucionarios de terciopelo. Nuevos amigos. Conyunturas políticas diversas. Distintos gobiernos, distintas universidades. Fui alumno de la mayoría de los premios nacionales de historia, educación y literatura. Con ellos aprendí a ser humilde, porque ellos también lo eran. Las personas más sabias son siempre profundamente humildes. Y viceversa. La arrogancia, la petulancia, la tozudez, el prejuicio y el odio provienen de la misma dirección llamada ignorancia.

El hecho es que donde estuve siempre recordé mi vieja escuelita sanfabianina. Lo bueno y lo no tan bueno de ella. Esa mística pueblerina. El espacio inmenso para respirar y reír. Las hojas otoñales que cada año coronaban nuestras cabezas al caer la tarde. 

Escribo desde los ocho años aproximadamente. Un cronista prematuro de la época que me tocó vivir. Gran parte de esas notas las he perdido por distintas razones. Solo conservo parte del material digital. Sarcófagos con discos duros que resguardan mi producción desde el 2000 en adelante. Miles de páginas en todo caso. Un conjunto de constancias de haber vivido. Y de las cuales quizá la mitad o algo más corresponden exclusivamente a este territorio. Una memoria de los días y estaciones de San Fabián de Alico.

Desde el 2015 decidimos junto a mi esposa Romina asentarnos en la comuna. En parte empujados por mi propia nostalgia, y por el deseo de ella de visionar la marcha del mundo desde un lugar distinto a su amada Corrientes. No sé cuánto tiempo más despertaremos observando el Alico. El futuro es una incógnita. Incluso para los previsores. Nadie asegura que el sol no se transformará en una antorcha fúnebre a la vuelta de la esquina.

Hoy vuelvo a recorrer las calles que utilizaba para ir al colegio. Los veranos tórridos y los inviernos de temporales interminables. No queda mucho de aquellos años. La mayoría de la gente que entonces ya era mayor hoy está muerta. Quedan sus descendientes a los que les adivino su pertenencia por la particularidad de sus rasgos. Queda la entrada al cementerio rechinando con el puelche. Quedan los viejos guindos que rodeaban la casita de Alcohólicos Anónimos junto a la Virgen. Queda la Virgen misma, tan antigua, tan local, tan incorporada a nuestro imaginario referencial y religioso. Queda el almacén de la señora Flor, frente a las monjitas. El almacén de don José Bustamante, hoy llamado Supermercado La Montaña. Queda la casona refaccionada de lo que durante muchos años fue el almacén de la señora Feli, donde me mandaban a comprar levaduras, velas, pilas y omos. Quedan unos pocos árboles de lo que fue la antigua y frondosa plaza de armas. Y no mucho más. El resto lo complementa la memoria, o la imaginación. Porque los espíritus de los viejos campesinos y campesinas siguen pasando lentamente en sus carretas de bueyes, tal como los jinetes fantasmales hacen sonar los cascos de los caballos extintos. 

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Nota: El título de este compendio de notas hace alusión y homenaje a la novela Vieja escuela, de Tobías Wolff, un gigante de la narrativa contemporánea.

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