La Charagüi / Fragmento del libro Tordos en la niebla


Jorge Muzam

La población Corvi era un conjunto de casitas de madera construidas sobre pilotes, con techos de pizarreño y patios interiores, ubicada al costado norte de calle El Roble, en lo que antiguamente era la cancha de fútbol del pueblo.

Todas pequeñas e idénticas, aporreadas y ruinosas, construidas en los sesenta, con fondos nacionales destinados a paliar los efectos del gran terremoto de Valdivia. Durante los primeros años se ubicaron allí las dependencias administrativas de la comuna. Municipalidad, Tesorería y la Oficina de Correos y Telégrafos.

A comienzos de los setenta fue ocupada paulatinamente por familias, transformándose en un lugar lleno de vida, bastante bullicioso, un Bangladesh callejero con niños y adolescentes jugando y gritando a toda hora en la calle. Pocos usaban calzado. Lo usual era andar a pata pelada, chuteando pelotas de trapo, apaleando los viejos encinos o tirándose peñascazos para saldar las cuentas del día.

La Charagüi tenía mi edad y era de las más ruidosas. Siempre estaba en la calle y su libertad era mi envidia, pues en mi casa era poco tolerada la junta con la muchachada. Y yo quería jugar tanto como los otros. Esa brusquedad era mi anhelo. Las topeaduras, las paridas de chancha, las polquitas, las carreras con ruedas, chapotear en el barro que dejaba la lluvia o empujar barquitos de papel acequia abajo. La Charagüi se parecía a Heidi. Cabello cortito, mejillas rojas, frente sudada, pies descalzos, voz aguda. Aforraba igual que los hombres, y corría, y corría, y se reía, y gritaba, y se enojaba, y volvía a estallar en carcajadas, y su niñez callejera parecía eterna.

Foto: Portada de libro.

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